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El festival de Venecia cierra con más polémicas que obras maestras

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Empezó en un submarino, en el fondo del mar. E incluso unos metros más abajo, después de que las primeras críticas hundieran a Comandante, de Edoardo De Angelis, el filme que inauguró el festival de Venecia. Terminará este sábado dentro de un avión, en la cumbre de los Andes, ahí donde sobrevivieron en 1972 los uruguayos que rescata J. A. Bayona en La sociedad de la nieve, que cierra el certamen.

Por El País

Entre un extremo y otro, la 80ª edición de la Mostra ha visitado todo tipo de terrenos. Ha cruzado desiertos africanos y pantanos europeos con los migrantes; se ha tomado su tiempo en la campiña japonesa y ha corrido entre rascacielos de EEUU. Pero, entre tantos altibajos, ha estado más a menudo cerca del cielo que de ahogarse. Nunca, sin embargo, ha llegado a tocarlo. No se han visto las obras maestras de otros años en el Lido: ni Roma, ni El poder del perro. Ni siquiera la arrebatadora La ballena. Pero sí una inusual cantidad de filmes de nivel elevado. Queda, pues, un buen sabor de boca, amargado solo por algún plato indigesto. Y una quiniela incierta de cara al palmarés.

Los últimos tres filmes en concurso vinieron, de hecho, a complicarla. Aunque, a la vez, alegraron la despedida. Tres obras capaces de contradecir la intuición: fuertes por delicadas, emocionantes porque contienen sus sentimientos, en lugar de subrayarlos. Sobre todo Hors-Saison, donde Stéphane Brizé filma a un hombre y una mujer unidos por una vieja relación y por su necesidad de encontrar un refugio. Y cuenta, de paso, cuántas veces los humanos recogemos los escombros y levantamos nuestra vida, hasta el siguiente derrumbe. Memory, de Michel Franco, se centra en otro dúo frágil. En los pozos que nos engullen. Y en la importancia de una mano para atreverse a salir. Y Woman of, de Michal Englert y Malgorzata Szumowska, sigue a una transexual durante 45 años. Y, con ella, a la historia de Polonia. Le faltan, eso sí, cortes de metraje. Y algún destello tan destacado como el tema que trata.

Las notas medias de la crítica, en todo caso, reducen la pelea por el León de Oro a cuatro filmes: Poor Things, de Yorgos Lanthimos; Evil Does Not Exist, de Ryusuke Hamaguchi; Green Border, de Agnieszka Holland; y Io Capitano, de Matteo Garrone. Tendría sentido para los primeros tres. Algo menos para el italiano, pero en absoluto supondría un robo. Aunque quizás la obra que más merezca el triunfo sea La Bête, de Bertrand Bonello: sus riesgos creativos, sin embargo, dividen. Lo cierto es que el festival deja al menos un quinteto de largos para esperar con ganas en las salas. Ahí donde estarán pocos días dos películas valiosas, El conde, de Pablo Larraín, y The Killer, de David Fincher, antes de pasar al catálogo de Netflix. Para ver desde casa a Pinochet como un vampiro apenas falta una semana.

El filme chileno fue, además, capaz de maravillar. Un bien preciado, sobre todo cuando escasea. El festival lleva con orgullo su nombre: Muestra Internacional de Arte Cinematográfico. Y su edad: 90 años, 80 ediciones y el título del más viejo del mundo. Aquí se viene a medirse con el pasado glorioso y, a la vez, a enseñar el futuro del cine. Al menos, en teoría. El director del certamen, Alberto Barbera, prometía que La teoría del todo, de Timm Kröger, sería la gran sorpresa. Y, en efecto, propuso una mezcla inédita de cine clásico y multiverso. Así como Poor Things confirmó el imaginario desbordante de Lanthimos. Pero, en general, el mayor asombro vino de constatar justo lo contrario: en la casa de la vanguardia, muchos prefieren apostar por el confort, la convención. Ferrari, Adagio, Maestro, Priscilla, Lubo, Bastarden. Buenos algunos, menos otros. Bastante canónicos todos. El que viniera a preguntarse hacia qué nuevas lindes se dirige el séptimo arte se quedará sin respuesta. O con una decepcionante.

Las fronteras más estimulantes, así, resultaron las políticas. El retrato coral que Green Border traza del drama humano en el bosque entre Bielorrusia y Polonia puede y debe hacer mella. E interpela a Bruselas: una cosa es que el dictador Lukashenko deje cruzar adrede a sirios y afganos hacia la UE. Otra, bien distinta, es que el pacífico y viejo continente los mande de vuelta al otro lado. Y, así, los condene a un limbo que más sabe a infierno. En Roma también debe de silbar algún oído: Comandante e Io Capitano plantean un modelo opuesto a la xenofobia antiinmigración del Gobierno de Giorgia Meloni.

Tanto que, entre la batalla que la presidenta italiana está dando por una hegemonía cultural de derechas y el contrato de Barbera que vence en un año, cabe interrogarse sobre el rumbo que guiará las próximas ediciones. Volverán —salvo clamorosa falta de acuerdo durante un año— los divos de Hollywood, obligados a ausentarse por la huelga de actores y guionistas contra los grandes estudios y plataformas, que veta también la promoción. Emma Stone, Bradley Cooper o Michael Fassbender ocupan casi cada plano de sus filmes, pero, por una vez, dejaron libres para otros los focos y micrófonos que suelen copar. Tampoco podrán acudir a recoger un eventual galardón, que Stone debería llevarse por Poor Things. A saber si el jurado recibirá presiones para premiar a quien sí está disponible. Y no quitarle glamur, tras la alfombra roja, también a la ceremonia de cierre.

A falta de los divos, en todo caso, hablaron más los directores. Las tramas. Y, por qué no, también las polémicas. Pierfrancesco Favino, tal vez el actor italiano más apreciado actualmente, lamentó que Ferrari metiera al extranjero Adam Driver en la piel del protagonista, en lugar de alguien local. Con lo que conlleva en términos de idioma y posibles visiones estereotipadas. “Apropiación cultural”, lo definió. Algunos le han apoyado, incluidos políticos de Hermanos de Italia, el partido al mando del país. Otros han defendido la libertad creativa de contar cada historia como y con quien uno quiera. Tal vez el cine italiano debería preocuparse más por una década de cosechas débiles, pese a tanta presencia en el concurso. Hasta seis, esta vez. Todos hombres, una vez más. Todos olvidables salvo Garrone, una vez más. Desde 2014, apenas se recuerdan Fue la mano de Dios, de Paolo Sorrentino; Monica, de Andrea Pallaoro; Martin Eden, de Pietro Marcello. E Il buco, de Michelangelo Frammartino. Tanto que muchos periodistas internacionales miran con suspicacia a priori la selección italiana.

Bajo lupa estaban también tres invitados del certamen: Luc Besson, Woody Allen y Roman Polanski. Los tres llegaban vinculados con presuntas violencias sexuales, aunque solo demostradas en el caso del tercero, hace 50 años. Para algunos, su visita supone aplaudir al poderoso depredador y humillar a las víctimas. Para otros, incluido Barbera, un certamen de cine no puede hacerse tribunal cuando ni siquiera las propias cortes les han condenado. El juicio fílmico, en todo caso, fue unánime en contra de The Palace, de Polanski. Besson, con Dogman, generó tantos aplausos como rechazo. Y Allen, en cambio, sale del Lido con su mejor filme en 10 años, Coup de chance.

El consenso hacia el creador de Manhattan se antojó total. También, quizás, porque tras rodar en Nueva York, París, Roma, Londres o Barcelona, cada uno lo siente un poco suyo. Y resulta evidente que la crítica cuida más a lo cercano. Basta con ver las notas de los medios de EE UU a Maestro, de Cooper, u Origin, de Ava DuVernay, denostadas mayoritariamente en otros lares. O el cariño con que los medios italianos perdonan, año tras año, el malogrado despliegue de sus largos. Sucede, por supuesto, también en España, imposible negarlo. Tal vez una razón para preocuparse, e investigar la excesiva cercanía entre periodismo e industria del cine. También se puede pensar que, por lo menos, el mal es de muchos. Aunque eso ya se sabe a quiénes consuela.

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