Por: Andrea Rizzi | El País
Hubo un tiempo, entre 2005 y 2014, en el que el actual primer ministro de la India y entonces líder del Estado indio de Guyarat, Narendra Modi, no podía entrar en Estados Unidos. Washington le vetaba en aplicación de una norma estadounidense que prohíbe que se entreguen visados a funcionarios gubernamentales extranjeros promotores o responsables de restricciones graves de la libertad religiosa. El veto sobre Modi, un político nacionalista hindú, se esgrimió en relación con los graves episodios de violencia sectaria entre hindúes y musulmanes que asolaron Guyarat en 2002, cuando el anfitrión de la cumbre del G-20 en Nueva Delhi era jefe de aquel Estado occidental de la India.
Mucho ha cambiado desde entonces —el contexto internacional y el estatus político de Modi, más que sus convicciones—, y ese veto ya es un recuerdo lejano. La India es un país más poderoso, y EE UU le necesita en su pulso con China. El pasado mes de junio, Modi fue recibido por enésima vez con máximos honores en Washington, entrando en el muy selecto club de mandatarios que han podido dirigirse a las cámaras estadounidenses reunidas dos veces, honor concedido a figuras del calibre de Churchill y Mandela.
Los dos episodios representan una significativa aproximación a un líder profundamente controvertido. Modi, de 72 años, primer ministro desde 2014 como jefe del partido nacionalista hindú BJP, encabeza una India que registra logros económicos y geopolíticos mientras sufre —según denuncian sus críticos, apoyados en múltiples hechos— un deterioro democrático.
Modi es un político carismático, de enorme ambición —”pido al sector privado también dar un paso al frente. Tenemos que dominar el mundo”, dijo, en su discurso por el 75 aniversario de la independencia—, muy popular en la India.
Preside un país que en los últimos dos años registra un crecimiento sin parangón en las grandes economías, que logró en agosto una gran hazaña en su programa lunar, que conquista una creciente influencia en la escena internacional y que, según los índices de gobernanza del Banco Mundial, ha dado claros pasos adelante en su eficacia en múltiples criterios, como la eficacia de gestión, regulatoria o anticorrupción. En la cumbre se anotó un éxito diplomático pastoreando un consenso que se antojaba difícil.
La India se moderniza con importantes inversiones estructurales, reduce la pobreza. El camino por delante es enorme, como el retraso con respecto a su gran rival, China, y nada asegura que sea fluido, pero hay datos que evidencian mejoras en los últimos años.
Sobre Modi pesan, sin embargo, gravísimas acusaciones —procedentes de la oposición y de la gran mayoría de los expertos y centros de estudio del mundo democrático— de ser un líder que promueve una visión nacionalista hindú excluyente y peligrosa, y que encabeza un proyecto político que deteriora en múltiples aspectos la calidad de la democracia india. Las críticas se apoyan en un amplio catálogo de hechos polémicos.
Los principales indicadores de centros de estudio independientes occidentales consideran que el deterioro es grave. Reporteros sin Fronteras coloca a la India en el puesto 161 de 180 en cuanto a libertad de prensa, en franco retroceso con respecto al pasado. Los estudios anuales de Freedom House, The Economist Intelligence Unit o V-Dem coinciden en señalar un paulatino deterioro. El Gobierno indio considera que estos informes son mera opinión, que no tienen valor objetivo.
Hechos problemáticos
Los hechos problemáticos son muy variados. Al principio de su primer mandato, Modi impulsó una ley para reformar el sistema de selección de jueces del Supremo, tocando un área notoriamente sensible para los equilibrios democráticos.
Años después, hizo aprobar una ley que favorece la concesión acelerada de la condición de ciudadanos a migrantes sin papeles que profesan las principales religiones de la región, menos la musulmana. El Gobierno alegó entonces que se trataba de una medida para proteger minorías amenazadas en países de los alrededores. Los críticos apuntaron que se trataba de un primer gran boquete en el espíritu secular e inclusivo de la Constitución india.
Posteriormente, se han aprobado medidas que han complicado las labores de ONG y medios, a través de inspecciones y trabas burocráticas, de las que han resultado objeto cadenas como la BBC, que precisamente trató de esclarecer en profundidad los sucesos de Guyarat.
El Gobierno de Modi ha recurrido a draconianos cortes de comunicaciones en el Estado de Jammu y Cachemira, de mayoría musulmana, al que se ha retirado el estatuto especial vigente durante décadas. Especial alarma desató, por otra parte, la reciente condena a dos años de cárcel contra el líder de la oposición, Rahul Gandhi, por presunta difamación contra Modi. Gandhi fue despojado de su acta de parlamentario. Pero el Supremo ha suspendido la sentencia.
Las calles de Nueva Delhi en estos días de cumbre del G-20 se presentan repletas de cárteles que retratan la efigie del líder junto con variados mensajes políticos vinculados con la reunión. La circunstancia —cuando menos inusual en democracias, habitual en otros tipos de regímenes— refleja el extraordinario protagonismo de Modi, cuya popularidad es muy superior a la de su partido.
Sus partidarios le consideran el impulsor de grandes pasos adelante de la India, de una gobernanza más eficaz y menos corrupta. Sus detractores denuncian que esta popularidad se mantiene a través de la alteración del terreno de juego político, judicial y mediático y cultivando de forma peligrosa el sentimiento identitario hindú, a través de la marginalización de otras comunidades, especialmente la musulmana, con más de 200 millones de ciudadanos. En la cumbre de Nueva Delhi presidió las negociaciones detrás de un cartel que, en vez de India, ponía Bharat, el nombre del país preferido por los nacionalistas hindúes, alimentando las especulaciones de que pronto lanzará la ofensiva para que ese sea el topónimo de referencia para el país, cuando ahora, en la versión inglesa de la Constitución, es India. Otro probable elemento de controversia.
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