Por: Tamara Djermanovic | El País
“La primera noche ellos se acercan, y cogen una flor de nuestro jardín, y no decimos nada”, empieza un poema de Vladímir Maiakovski (1893-1930), escrito en tiempos soviéticos, para describir cómo el totalitarismo se puede abrir camino. “La segunda noche, ya no se esconden, pisan las flores, matan a nuestro perro y no decimos nada”, continúan los versos, cada vez más metafóricos. Al final se evoca el terror del miedo, el sentimiento humano que paraliza y que permite sostener a todos los dictadores, también a Vladímir Putin: “Hasta que un día, el más débil de ellos entra solo en nuestra casa, nos roba la luna y, conociendo nuestro miedo, nos arranca la voz de la garganta. Y porque no dijimos nada, ya no podemos decir nada”.
Alexéi Navalni es el último de los individuos que con su coraje han desafiado las reglas establecidas por la política rusa, sabiendo que pagarían un precio muy alto por ello, a menudo el de su vida.
A lo largo de la historia rusa, sí que ha habido individuos que con su coraje desafiaban estas reglas establecidas; Alexéi Navalni es el último de ellos. Sabían que pagarían un precio muy alto por ello, a menudo el precio de una vida. Y el temor por la vida propia no es nada comparado con la conciencia de que puedan vengarse a través de la gente próxima y querida. “En la tumba yace el marido, y en la cárcel está el hijo: rezad por mí”, describe su situación vital Anna Ajmátova en el poema Réquiem (1935-1940). Años más tarde escribirá una oda a Stalin con el simple objetivo de que el único familiar cercano que le quedaba con vida, su hijo Lev, sobreviviera. ¿Hay que juzgarla?
La perversidad de los gobernadores que se basan en la psicología del miedo para perpetuarse en el poder tiene en la historia rusa innumerables ejemplos. Pasternak rechazó el Premio Nobel de Literatura para proteger esencialmente a su gente más próxima. A pesar de ello, la mujer que inspiró a la protagonista de Doctor Zhivago sufrió serias represalias, como el escritor mismo hasta el final de sus días. Cuando en uno de mis últimos viajes a Rusia estaba sentada con una amiga en el banco delante de la tumba de Pasternak, criticando el poder de Putin, ella me susurraba: “Cuidado con lo que decimos, debajo de este banco de madera colocaban aparatos de escucha en la época comunista, para espiar. Siempre se ha considerado que los que vienen a honrar a un escritor como Pasternak son enemigos de la patria”.
Putin quiere sembrar pavor también fuera de las fronteras rusas —aparte de la guerra en Ucrania y de otros conflictos bélicos esporádicos en las zonas que fueron parte de la Unión Soviética— y ante el mundo occidental coquetea con el hecho de poder servirse de las armas nucleares que tiene Rusia como último recurso. “¡Si me consideran cruel, seré terrible!, dicen que exclamó Iván IV, apodado el Terrible, en la segunda parte de su régimen.
“Putin se está revelando como un nuevo Stalin”, afirmaba hace más de diez años otro amigo ruso, experiodista y antiguo historiador que —precisamente por pensar libremente— fue obligado una y otra vez a cambiar de trabajo. “No exageres”, replicaba yo, imaginando que una persona que ya había experimentado el temor en los tiempos soviéticos termina por ver demonios por todos lados. No exageraba. Solo conocía mejor los mecanismos que siempre ha utilizado el despotismo político que rige en su país, como mínimo desde la época de Iván el Terrible hasta la actualidad —con un corto respiro durante la época de la perestroika—.
No he preguntado a ninguno de mis amigos o colegas rusos si han ido a votar ni tampoco sobre lo que opinan de estas últimas elecciones; saben que es una farsa, pero no pueden hacer nada. Hablándome de cómo ha vuelto la censura en el arte y en la cultura, que teóricamente está prohibida por la actual Constitución rusa, uno de ellos hacía el siguiente diagnóstico: “Cuando celebrábamos el final del comunismo, nadie podía imaginar que llegaría una época aún peor que aquella. Esta primavera elegirán al actual presidente por sexta vez; me temo que ya no viviré para ver a otro distinto que él en el poder.”.
A medida que la política de Putin va cerrando cada vez más el cerco alrededor de la población de su país, algunos recuerdos de los tiempos en que una cierta democracia empezaba a respirarse en las calles de las urbes rusas a finales de la última década del siglo XX llegan ya no solo con tristeza, sino también con incertidumbre: ¿de verdad existieron alguna vez?
Al lado de un retrato de Navalni en un grafiti de gran tamaño en la capital rusa amaneció escrito “héroe de nuestro tiempo”, inmediatamente después de su indescifrable muerte en la cárcel de Siberia. Así se tituló la única novela de Mijaíl Lérmontov (1814-1841), otro de los valientes que cuando ya había muerto Pushkin, acusó al poder zarista de entonces: “Y no lavaréis nunca, con la negra sangre vuestra, la inocente y pura sangre del poeta, la justa sangre”. Estos versos pueden leerse ahora en las Ramblas de Barcelona, en un monumento improvisado para honrar a Navalni, el último de los mártires que lucharon por (más) libertad en Rusia. Pero todas estas figuras valientes dejaron huella más en la vida cultural o espiritual rusa, que en su historia material.
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