Por: Ricardo Cuenca | El País
Parece un caprichoso juego de palabras, como aquellos que ponen a prueba la agilidad mental, pero no lo es. La educación, a la vez que es una causa principal de desigualdades sociales, es una consecuencia de ellas. Es un círculo que se cierra a la perfección, pero que no es virtuoso. Es una relación perversa que merece nuestra atención.
En Iberoamérica, la discusión sobre la educación debiera abordarse con matices particulares, alejándonos un poco de la cautivadora —y muchas veces hegemónica— discusión sobre cómo deben ser los resultados de ciertos aprendizajes, de ciertas áreas y de ciertas metodologías particulares. El debate público sobre este tema es relevante, pero no abarca todos los aspectos. Nos hemos enfocado tanto en esta discusión que hemos perdido de vista lo reciente que es en la historia de la educación. Recordemos que no es sino hasta finales de los años sesenta del siglo pasado que la gran finalidad de la educación dejó de estar puesta en el futuro, para concentrarse en el presente. En efecto, los sistemas educativos dejaron de priorizar la formación de ciudadanos y ciudadanas capaces de construir sociedades justas, pacíficas y democráticas, para preocuparse por el inmediato logro de aprendizajes básicos para el desarrollo individual de las personas. El éxito individual le ganó espacio al bienestar social.
Iberoamérica se vuelve un territorio cada vez más un complejo, desafiante y desigual. En los datos sobre desigualdad, el índice de GINI —el indicador más utilizado para medir las desigualdades— muestra que los países de la región han mostrado ligeras mejorías —España y Portugal en mejores condiciones que América Latina—, pero aún persisten desigualdades cada vez más complejas. En España, el rostro de la desigualdad es territorial. En Ceuta hay casi tres veces más riesgo de pobreza o exclusión social que en el País Vasco, según el INE, y en el Perú la desigualdad, además de territorial, es étnica. Según el Instituto Nacional de Estadísticas e Informática peruano, para el año 2022, la incidencia de pobreza fue ocho puntos porcentuales mayor en los hogares indígenas que en los no indígenas.
A esta altura el lector podría estar preguntándose cuál es el problema con las desigualdades. Pues es un problema grande y múltiple. Con desigualdades sociales, el desarrollo avanza a velocidad media y con efectos diferenciados entre los grupos, la cohesión social se debilita hasta la fractura, lo que impide la construcción de vínculos entre las personas y de sentido de pertenencia, y la democracia se convierte en un proceso formal y no en una forma de convivencia entre diferentes. Las desigualdades debilitan el desarrollo, fragmentan la sociedad y precarizan la democracia.
Pero, además, el problema de las desigualdades sociales tiene un efecto directo en las oportunidades educativas. Iberoamérica no es la excepción. El GINI educativo para la región ha mejorado en los últimos años, pero aún se encuentra lejos de una mayor equidad. Las condiciones socioeconómicas de las familias impactan en los resultados educativos; es decir, a mayor pobreza existe mayor probabilidad de no alcanzar rendimientos educativos positivos. De acuerdo con información sistematizada por el BID, en Guatemala la esperanza de escolarización para primaria, secundaria y terciaria es de 10 años, alrededor de cinco años menos que el promedio de América Latina y en Uruguay solo uno de cada cinco jóvenes que provienen de las familias más pobres terminan la secundaria, a diferencia del estrato más acomodado en donde cuatro de cada cinco concluyen estudios secundarios.
Estas desigualdades educativas impactarán en el futuro exactamente en esas condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que iniciarán un nuevo ciclo de desigualdades. He ahí la importancia de plantear la discusión educativa en nuestra gran región sobre las posibilidades y limitaciones de las políticas educativas y no solo sobre los aprendizajes específicos. Esta entrada es una oportunidad que nos permite mirar las finalidades de la educación, a la vez que los procedimientos para alcanzarlas. Con la discusión centrada en las políticas es posible identificar la manera directa o indirecta en que estas generan desigualdades.
Y es que, las desigualdades no son la consecuencia natural de las cosas. Son, por el contrario, el resultado de decisiones que se toman sobre qué, para qué, cómo y dónde se implementan políticas educativas. Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de revisar los presupuestos públicos para la educación que continúan siendo concebidos de manera estandarizada, con priorizaciones basadas en la eficiencia antes que en la justicia educativa o que se enfocan en nuevos diseños educativos, muchas veces atractivos e innovadores, pero que segregan estudiantes.
Vuelvo a las ideas iniciales para reafirmar que la educación es origen y efecto de las desigualdades, pero es también un poderoso instrumento que permitirá evitar que las desigualdades se reproduzcan e intensifiquen. El perverso círculo de la reproducción de desigualdades, mirado desde la educación, puede rodar inercialmente in aeternum y solo parará si decidimos detenerlo.
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