El 44% de los trabajadores dicen sentirse estresados, una cifra récord en la historia que sugiere que el síndrome del trabajador quemado no es un problema psicológico sino estructural.
Por El País
Beatriz Serrano estaba encerrada en su casa, como medio mundo, debido a las restricciones por la covid-19. No podía quedar con sus amigas, no podía dar un paseo, pero tenía que trabajar a un ritmo agotador. Después de una reunión por videollamada, salió a una pequeña terraza interior y entonces escuchó el silencio: “Recordé todas las ficciones que había consumido acerca del fin del mundo, desde los alienígenas de H.G. Wells a las guerras por el agua de Mad Max, y pensé: ‘Vaya, parece que es el fin del mundo, y nos va a pillar trabajando”, explica Serrano, que trabajaba en el sector de la comunicación.
Aquello le pareció deprimente, pero también inspirador, así que empezó a escribir sobre el tema. Fue el germen de El Descontento, una novela sobre la desilusión y la cultura laboral capitalista. El libro se publicó hace unos meses y se ha convertido en un pequeño fenómeno editorial (con traducciones en marcha en Italia, Francia, Inglaterra o EE UU). La autora lo atribuye a que la historia de Marisa, su protagonista, es común a la de mucha gente. A la suya, que dejó aquel trabajo y hoy es escritora y periodista en EL PAÍS. Y a la de muchos lectores. “Me escribe mucha gente para decirme que se siente identificada. No es que me digan ‘yo soy Marisa’, es que me dicen ‘todos somos Marisa”, confiesa.
El escritor e informático Carl Newport lo ha venido a llamar el gran agotamiento, una sociedad en la que todo el mundo está cansado, quemado, con la sensación de que no le da la vida. En este contexto, la gente busca restablecer su relación con el trabajo y priorizar su vida personal. Es lo que vino a refrendar una reciente encuesta de 40dB para EL PAÍS. En ella se les daba a los encuestados siete opciones y se les pedía que las ordenaran de más a menos importante. La primera fue la salud mental. Después, la familia y en tercer lugar tener tiempo libre. Tener un buen trabajo apareció en cuarto lugar y tener un buen nivel económico en séptimo.
Si el burnout o síndrome del trabajador quemado reflejaba un fenómeno individual, el gran agotamiento viene a señalar la problemática colectiva que hay detrás. La cultura e internet han tenido un papel crucial en la propagación de esta idea, desde los memes hasta la literatura o la música. El libro de Serrano es un buen ejemplo. “Para mí hay dos momentos clave para entender todo esto. Uno fue la crisis de 2008, que nos obligó a buscarnos la vida. Y otro fue la pandemia, que nos obligó a pararla”, explica la autora. Cuando la actividad se recuperó algo se había roto. El mundo obligaba a retomar el ritmo anterior, pero mucha gente, simplemente, no quería.
Fue entonces cuando se empezaron a suceder, en cascada, fenómenos sociales relacionados con el trabajo. El primero fue la gran renuncia, cuando 47 millones de personas dejaron voluntariamente su empleo solo en EE UU, según el Departamento de Trabajo. Después se produjeron las luchas sindicales por el teletrabajo y la conciliación. Por último, el año pasado se empezó a hablar en los medios anglosajones del quiet quitting, que pasa por trabajar lo justo, sin excederse ni en obligaciones ni en horario. La crítica recurrente entre los compañeros de trabajo dejó de ser “a las cinco se le cae el boli”, para transformarse en “este se cree que va a heredar la empresa”. Se empezó a fraguar un cambio de paradigma.
Pero la realidad laboral no se adaptó. Esta también sufrió cambios importantes durante la pandemia. En los primeros meses, se produjo un aumento exponencial de las comunicaciones digitales: Zoom y Slack se convirtieron en el salvavidas al que agarrarse en medio de un tsunami laboral. Su uso aumentó un 350 y un 400% respectivamente. Vías de comunicación más informales como WhatsApp se normalizaron para tratar temas laborales. Y así, el trabajo se empezó a filtrar en el hogar y la vida privada. La tecnología ayudó a difuminar las fronteras entre ambos mundos.
Tras la pandemia, los trabajadores volvieron a las oficinas físicas, pero la cantidad de comunicación digital permaneció estable. Según un informe de Microsoft, el tiempo dedicado a reuniones en línea ha aumentado más de 350% entre febrero de 2020 y 2022. Los usuarios de su paquete ofimático dedican ahora cerca del 60% de su tiempo a utilizar herramientas de comunicación digital —correo electrónico, chat y videoconferencia—, y el 40% restante a programas de creación, como Word, Excel y PowerPoint. Uno de cada cuatro trabajadores dedica nueve horas a la semana solo al correo electrónico. Casi dos de cada tres personas (el 64%) afirman tener dificultades para sacar el tiempo y la energía necesarios para realizar su trabajo, siempre según este informe.
El problema de esta nueva realidad es que la investigación relaciona el aumento de la comunicación digital con la disminución de la satisfacción. Y esto se refleja en los números. El último informe de la consultora Gallup sobre el empleo, publicado en 2023, arrojó datos históricos: el 44% de los trabajadores se sentían estresados. Las cifras son inéditas y no solo se explican por el mayor uso del email. Para Yolanda García Rodríguez, profesora del departamento de Psicología Social, del Trabajo y Diferencial de la Universidad Complutense de Madrid, “las exigencias laborales ahora son mayores. La complejidad de las tareas es mayor, la cualificación exigida en los puestos de trabajo va en aumento. Se exigen toma de decisiones muy rápidas, una adaptación continua y rápida a las nuevas tecnologías y una mayor competencia y productividad.”
Por otro lado, las sucesivas crisis, lo inestable del trabajo y la precarización han terminado de crear un ambiente inestable que ha ayudado a cambiar la mentalidad del trabajador y su relación con la empresa. “Se frustran las expectativas laborales de los trabajadores y su nivel de autoestima laboral. Aparecen síndromes como el del impostor y aumenta la probabilidad de desgaste emocional o síndrome del trabajador quemado”, explica la experta. Los trabajos ya no son lo que eran, así que nuestra relación con ellos, tampoco.
Para retener al trabajador, en los últimos años se ha optado por crear una épica de lo laboral, una nueva narrativa que ve el trabajo no solo como una forma de ganar dinero, sino de ganar estatus. “De repente, los trabajos son apasionantes, nos definen, cumplen nuestros sueños”, señala Juan Evaristo Valls Boix, profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Metafísica de la pereza. “Surgen todas estas prácticas de teambuilding, el mantra de que en este trabajo somos como una familia”, añade. Y así, en nuestra vida privada, empezamos a imitar la mentalidad empresarial.
Cuando el ocio también cansa
El gran agotamiento parte del trabajo, pero lo trasciende. Términos como el burnout, asociados al entorno laboral, se han empezado a aplicar en los últimos años a la crianza. El 66% de los padres trabajadores cumple con los criterios para encajar en este perfil, según un informe de la Universidad de Ohio. El agotamiento empieza a salpicar a otras esferas sociales como el ocio, relegado a un espacio mínimo en medio de una rutina que coloniza el calendario. Hay que planificar agendas con los amigos con semanas de antelación, todo el mundo está agotado y nadie tiene tiempo.
Valls Boix asegura que esto se debe a que “la lógica capitalista del trabajo, es decir, de la inversión y del beneficio, está expandiéndose y va saturando otras esferas de la vida”. El filósofo cree que nos hemos convertido en pequeños empresarios de nuestro tiempo libre. Hay un culto a la productividad que se inicia en la oficina, pero permea en nuestra vida privada. “Se ha generado una suerte de solapamiento entre la lógica del trabajo y el espacio afectivo y las emociones”, explica. Los amigos se ven como capital social, las citas, como entrevistas de trabajo, con aplicaciones para ligar que funcionan como castings y redes sociales que nos empujan a crear contenido para aumentar la marca personal.
El ocio ya no consiste en no hacer nada, sino en llenar nuestro escaso tiempo libre de experiencias: leer los libros que hay que leer, ver las series que están en la conversación, ir a la fiesta de moda o probar el último restaurante viral, si consigues reservar. “Esta es la parte más perversa”, opina Valls Boix. “No estamos trabajando, pero seguimos con la dinámica laboral”. De esta forma se crea una sociedad del estrés, en la que, incluso el ocio ha dejado de ser un espacio de relajación y desconexión. Las series y los audios de WhatsApp se reproducen a velocidad 2x, las aficiones se monetizan y surgen síndromes como el FOMO (miedo a perderse algo por sus siglas en inglés). Se empieza a dar forma a una cultura que glorifica estar siempre ocupado (hustle culture, en la denominación académica anglosajona). “Vivimos en una excitación constante, sobreestimulados, y eso puede ser frustrante y agotador”, resume Valls Boix.
De este modo, puede que la sensación de agotamiento no provenga solo de nuestro trabajo sino de nuestro ocio. Según un reciente informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) el número de horas trabajadas ha caído un 3,8% respecto a 2008. La OCDE también ha señalado en distintos informes que, en las últimas décadas, las horas efectivas de trabajo han descendido de forma gradual. En España, el Banco de España y la Fundación de Estudios de Economía Aplicada, Fedea, han llegado a conclusiones similares. Esta tendencia, concluyen desde el FMI, “no es cíclica, sino estructural” y “parece improbable” que se revierta próximamente.
Trabajamos menos, pero estamos más cansados. Esta aparente paradoja ha despertado el interés de expertos y psicólogos sociales, quienes exploran las dinámicas que influyen en nuestra percepción del tiempo. Hal E. Hershfield es uno de ellos. Este profesor de Marketing y Toma de Decisiones Conductuales en la Universidad de California, autor del ensayo Your Future Self (de próxima publicación en España) cree que el problema no está tanto en la cantidad sino en la calidad. “En realidad, creo que tenemos mucho más tiempo. Pero, ¿en qué lo empleamos? Si lo pasamos en el teléfono, viendo la tele o haciendo cosas sin sentido ni propósito, no veo en qué nos va a beneficiar”.
Para indagar en esta idea, Hershfield realizó un macroestudio con los datos de 35.000 personas. En él se analizaba si había una relación directa entre la cantidad de tiempo libre y su bienestar subjetivo. El experto y sus colegas comprobaron que tener poco tiempo libre conlleva un aumento del estrés y el malestar. No fue una gran sorpresa. Más llamativo fue constatar que tener demasiado, tampoco es positivo. Hay un punto exacto de tiempo libre, en torno a las cinco horas diarias, a partir del cual, el malestar comienza a aumentar. Aunque ese malestar volvía a reducirse si el tiempo libre se llenaba de actividades sociales.
En el clásico ensayo de 1930 Posibilidades económicas de nuestros nietos, John Keynes pronosticaba un siglo XXI con una semana laboral de 15 horas. Parece que el economista erró el tiro, pero en ese texto escribía una reflexión que puede aplicarse al contexto actual. “No hay país ni pueblo que pueda esperar la era del ocio y la abundancia sin temor. Porque hemos sido entrenados demasiado tiempo para esforzarnos y no para disfrutar”. Esta idea, expresada hace casi un siglo, puede estar en la base de lo que se ha venido a llamar el gran agotamiento. El trabajo sigue estando en el centro de la sociedad, de las conversaciones, de las ciudades. Y a pesar de que muchas personas se hayan replanteado su relación con el mismo, las dinámicas laborales han impregnado todos los rincones de nuestra vida. Los avances tecnológicos han ayudado a agilizar el trabajo y deslocalizarlo, pero están difuminando los límites entre lo laboral y lo personal, creando un estado perpetuo de conectividad. Esto puede ser estimulante. Pero también resulta agotador.