En un contexto de emergencia climática e inequidad social, resulta éticamente inaceptable subsidiar los combustibles fósiles y meter más dinero al bolsillo de unos pocos.
Por El País
Cualquier persona que haya atravesado la Ciudad de México, Bogotá, Santiago, Lima, o para el caso, casi cualquier ciudad de América Latina, habrá visto las enormes desigualdades que existen entre los barrios ricos y los barrios pobres. Estas diferencias van desde el tamaño y el lujo de las casas, el acceso a servicios básicos, la existencia de espacios verdes y de esparcimiento y la manera de transportarse hasta la seguridad en los alrededores.
Hoy queremos hablarles de una forma de desigualdad mucho menos evidente y un tanto oscura: los Gobiernos subsidian a los ricos para que contaminen el planeta. En América Latina, entre 2020 y 2022, los subsidios a los combustibles fósiles —bien sabidos principales causantes del cambio— aumentaron de 35.000 a 57.000 millones de dólares. Es decir, nuestros Gobiernos están gastando grandes montos de fondos públicos para financiar el consumo o la producción de combustibles fósiles como la gasolina o el diésel.
Estos beneficios no están distribuidos equitativamente en la población. Los sectores con mayor poder adquisitivo son los que más consumen energía y, por ende, los que más se benefician de las ayudas al consumo de estos. Son los hogares que tienen carro (¡muchas veces más de uno!) quienes más gasolina necesitan y aquellos que más consumen productos, quienes más se benefician indirectamente de los subsidios al diésel para el transporte. Por lo tanto, estos son socialmente regresivos, con mayores beneficios para quienes tengan mayor poder adquisitivo.
Esto en números se ve así: en México, el país que más subsidia los combustibles fósiles en la región latinoamericana, la mitad más pobre de las familias recibe sólo el 20% de los apoyos a la gasolina, mientras que la mitad más rica recibe el restante 80%.
En teoría, los subsidios se implementan con el objetivo de apoyar a poblaciones marginalizadas, por ejemplo, para reducir la pobreza. Podría pensarse también que están dirigidos a erradicar la pobreza energética, haciendo más accesible la energía para la movilización, el trabajo y los hogares, o como un mecanismo para promover el desarrollo económico. Sin embargo, con una distribución tan desigual de los beneficios, esto no es así.
Seamos claros: los subsidios a los combustibles fósiles son una política gubernamental que acelera el cambio climático, distribuye fondos públicos de manera desigual, desincentiva la búsqueda de alternativas económicas más eficientes a los combustibles fósiles, y genera efectos nocivos para la salud.
¿Qué hacer entonces? Hemos visto varios intentos de eliminar o reducir los subsidios a los combustibles fósiles, la electricidad o el transporte público que han causado un fuerte rechazo por la población con consecuencias negativas para los procesos sociales y políticos en nuestra región. El caracazo en Venezuela de 1998, el estallido social chileno en 2019, los disturbios por el gasolinazo en México de 2017 o las protestas contra el tarifazo en Argentina de 2016, por mencionar algunos. Es claro que la eliminación de los subsidios no es una política viable por sí sola.
El punto al que queremos llegar es que los Gobiernos busquen maneras más eficientes de lograr sus objetivos de desarrollo social y económico, tomando en cuenta también las externalidades de los problemas ambientales derivados del uso de estos combustibles. Esto puede promoverse con reformas a los esquemas de subsidios que tomen en consideración los acuerdos sociales y políticos de protección social e institucionalidad económica que la población siente que está atada a un sentido de justicia.
Es decir, los Gobiernos latinoamericanos (y del mundo), tienen hoy una inmensa oportunidad de reinvertir cantidades significativas de fondos públicos creando programas de protección social y compensación para los hogares más vulnerables, los trabajadores y las empresas que se podrían ver afectadas negativamente, cumpliendo más eficientemente con sus objetivos de desarrollo.
En Venezuela, se estima que en 2022, el Gobierno gastó cerca de 8.000 millones de dólares en subsidios para el consumo de productos derivados del petróleo. Esto podría equivaler a 34 dólares mensuales por persona si se distribuyen directamente a los 19,6 millones de personas en pobreza extrema en el país, cubriendo el 30% de la canasta básica de un hogar de cinco personas.
En un contexto de emergencia climática e inequidad social, resulta éticamente inaceptable subsidiar la contaminación y meter más dinero al bolsillo de los ricos. Es más bien momento de repensar nuestro contrato social hacia una distribución justa de los recursos públicos. Una reforma bien ejecutada puede ser una oportunidad para afianzar la confianza entre el Estado y la población, si los Gobiernos de la región pueden demostrar que la transición energética no sólo puede ser justa, sino que además ofrece muchos beneficios.