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Coronavirus: Vía Crucis en soledad del papa en un inédito Viernes Santo

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Roma. – El papa Francisco presidió este Viernes Santo un Vía Crucis atípico y sobrecogedor, que no tuvo lugar como es tradición en el Coliseo ante miles de fieles y turistas, sino en soledad, en una Plaza de San Pedro desierta y silenciosa por la pandemia del coronavirus .

La ceremonia fue igualmente sugestiva. O más, debido a la ausencia de multitudes y estuvo marcada por meditaciones conmovedoras realizadas por personas relacionadas con el mundo carcelario. En medio de la oscuridad, diversas antorchas colocadas en el suelo trazaban el camino de la cruz a través de las 14 estaciones que evocan el calvario de Jesús.

La fachada de la Basílica de San Pedro, iluminada en todo su esplendor, así como las columnatas del Bernini, envolvían una escenografía esencial, sumergida en una ciudad paralizada por la cuarentena para frenar la pandemia y asustada por lo que vendrá.

Por voluntad del papa, que en sus tiempos de arzobispo de Buenos Aires visitaba cárceles, costumbre que siguió como sucesor de Pedro en todos sus viajes apostólicos, las meditaciones fueron escritas por 14 personas vinculadas con la Casa de Reclusión «Due Palazzi» de Padua.

Todos ellos reflexionaron sobre la pasión de Jesús, actualizándola en su propia vida. Entre ellos, cinco personas detenidas, una familia víctima de un delito de homicidio, la hija de un hombre condenado a cadena perpetua, una educadora de instituciones penitenciarias, un juez de vigilancia penitenciaria, la madre de una persona detenida, una catequista, un fraile voluntario, un agente de policía penitenciaria y un sacerdote que fue acusado y fue luego absuelto definitivamente por la justicia, tras ocho años de proceso ordinario.

Como en las seis ocasiones anteriores, durante la celebración, que comenzó a los 21 locales de una noche despejada y fresca, Francisco nunca llevó la cruz -que comenzó su recorrido alrededor del obelisco que se levanta en el centro de la Plaza- sino que siguió su procesión desde la plataforma donde suele presidir las audiencias generales de los miércoles, hasta que llegó a sus manos, en la última.

A diferencia de las veces anteriores, después de que las meditaciones eran leídas por locutores, el papa pronunciaba una oración, seguida por el padre nuestro en latín, acompañado luego por el coro de la Capilla Sixtina.

La cruz fue llevada por dos grupos de cinco personas cada uno: uno de la Casa de Reclusión de Padua y otro de la Dirección Sanidad e Higiene del Vaticano, que se destacaba por sus guardapolvos de médicos blancos.

Las meditaciones eran muy simples y conmovedoras. En la séptima estación, que evoca cuando Cristo cayó por segunda vez llevando la cruz, escrita por un detenido, pudo oírse: «Caí en tierra dos veces. La primera cuando el mal me cautivó y yo sucumbí. Traficar con droga, en mi opinión, valía más que el trabajo de mi padre, que se deslomaba 10 horas al día».

En la octava, que recuerda cuando Jesús se encuentra con mujeres de Jerusalén, la hija de un condenado a cadena perpetua escribió: «Hace años perdí el amor porque soy la hija de un hombre detenido. El día que me casé, soñaba con tenerlo a mi papá a mi lado. Yo, por amor, tengo que esperar el regreso de papá».

En la doceava estación, que evoca el momento de la muerte de Jesús, la cruz alcanzó el crucifijo de la Iglesia de San Marcello al Corso, que fue milagroso durante una peste negra que aquejó Roma en el siglo XVI y que acompaña al Papa desde que protagonizó una oración extraordinaria por el fin de la pandemia, el 27 de marzo pasado.

De gran simbolismo, este crucifijo también estuvo presente poco antes, en la celebración de la Pasión del Señor que presidió en una Basílica de San Pedro también vacía, sin fieles, en la que rezó por todos aquellos que sufren por el nuevo coronavirus. «Dios todopoderoso y eterno, mira con compasión las aflicciones de tus hijos que sufren por esta epidemia; alivia el dolor de los enfermos, dale fuerza a quien cuida de ellos, recibe en tu paz a quienes ha muerto y, en todo el tiempo de esta tribulación, haz que cada uno encuentre consuelo en tu misericordia», oró.

«Dios todopoderoso y eterno, escucha el grito de la humanidad sufriente, para que todos se alegren por haber recibido en sus necesidades la ayuda de tu misericordia», exhortó.

Como siempre en esta celebración del Viernes Santo que precede el tradicional Vía Crucis, al principio el Papa se postró en el suelo en señal de adoración; y al final besó y rezó concentrado ante el crucifijo de San Marcello al Corso.

Como suele ocurrir en esta ceremonia, fue el predicador de la Casa Pontificia, el capuchino Raniero Cantalamessa, quien pronunció el sermón. Una homilía llena de pasión en la que hizo una profunda reflexión sobre el significado de la actual pandemia que azota al mundo.

«¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar», dijo.

«La pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia», agregó, al destacar que «ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos».

Cantalamessa aseguró que «así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos». «Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus!», subrayó. En la Basílica se contaban con los dedos de la mano los participantes, prelados y algunos miembros del coro de la Capilla Sixtina, todos distanciados por el metro y medio de seguridad interpersonal.

Cantalamessa definió como «un fruto positivo de la presente crisis sanitaria» el sentimiento de solidaridad que reina en el mundo. «¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor?», se preguntó.

«Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la «recesión» que más debemos temer», subrayó.

Cantalamessa concluyó un sermón con muchas citaciones poéticas con un mensaje de esperanza: «‘Después de tres días resucitaré», predijo Jesús. Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!».

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