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Los nazis en París: el tour de Hitler, su actitud frente a la tumba de Napoleón y la orden de destruir la ciudad

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La admiración de Hitler por París era conocida. Pero provenía de lecturas; nunca había estado en ella. Esa fue su primera y única visita. “Ahora París me abre sus puertas”, dijo el líder nazi (United States National Archives and Records Administration)

 

La Guerra de Francia fue breve y su resultado contundente. Los alemanes invadieron Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Luego pasaron a Francia. Los cálculos de la comandancia francesa fallaron. Su estrategia defensiva no resultó. Intentaron remedar lo que había sucedido en la Primera Guerra Mundial. Pero el mundo había cambiado. Lo que los llevó a la victoria en esa contienda los hizo caer derrotados en el principio de la Segunda Guerra.

Por infobae.com

Mientras los franceses casi sin aviación, con armamento viejo y con tácticas anticuadas pelearon como en 1918, los alemanes lo hicieron como en 1940. Después fue tiempo de las disputas internas entre los franceses. Los que querían seguir peleando pese a las desventajas y los que querían capitular ante el avance nazi. Ganaron estos. Un emblema del país, un héroe de la Gran Guerra, el Mariscal Philippe Pétain quedó a cargo del gobierno que se estableció en la ciudad balnearia de Vichy. Charles De Gaulle debió refugiarse en Inglaterra desde dónde llamó a luchar y a la resistencia.

En junio de 1940, los nazis habían entrado a París.

Lo más impactante de la invasión alemana fue, sin duda, su establecimiento en París. No sólo por la sencillez de la victoria sino por el enorme valor simbólico. La Ciudad Luz, la imagen de la libertad, quedaba bajo el poder nazi.

Adolf Hitler conseguía lo que pretendía. Europa sucumbía bajo sus pies. Ante la entrada alemana, el corresponsal de guerra norteamericano Elliot Paul escribió: “Era el final de un mundo en el que París había tenido la supremacía, en el que Francia estaba viva, en el que había un hálito de libertad. Había petróleo en el aire ennegrecido y hollín en la lluvia, y el cielo bajo pesaba sobre la desgraciada ciudad”.

El revolucionario Victor Serge, que había logrado escapar del Estalinismo para radicarse en Francia, fue más contundente. Serge -que debió escapar a México- entendió de inmediato lo que implicaba la avanzada nazi: “El final de París es el fin del mundo. ¿Podemos aceptar tal cosa, a pesar de nuestra lucidez?”.

Hitler también conocía el valor estratégico y simbólico de su conquista. Entonces iba a aprovechar la situación.

Las estatuas del escultor Arno Brecker eran gigantes, marciales, heroísmo tallado y exuberante. Era el preferido de Hitler desde que había visto esos atletas musculosos que hacía. Los nazis y los fascistas sentían debilidad por lo grandilocuente. Él se había convertido en el escultor oficial del régimen.

Una tarde mientras Brecker trabajaba en su estudio, unos agentes ingresaron sin golpear. Brecker se sobresaltó; en un ramalazo repasó todo lo que había dicho y hecho en las últimas semanas para intentar encontrar cuál había sido el motivo del enojo de su jefe. Los agentes lo obligaron a acompañarlo. Brecker con voz inaudible preguntó por el destino pero no recibió respuesta. Después un largo viaje en auto para salir de Berlín, un bosque y al final una pista de despegue. Lo subieron a un avión y recién cuando descendió por la escalera de la nave, se tranquilizó.

En la pista vio a Albert Speer y a Hermann Giessler, otro arquitecto. Era el cuartel general de campaña nazi en Bruly-de-Pesche. Le informaron que viajaría a la última conquista de Hitler. Irían a París y el Führer quería recorrer con ellos la ciudad para poder apreciar con mayor profundidad las maravillas arquitectónicas y artísticas. Nada de caminar con militares. Él deseaba mostrarse sensible. El escultor podría resultar un buen guía; había vivido en la Ciudad Luz durante casi ocho años. Compartía veladas con Pablo Picasso y con otros artistas y poetas.

Albert Speer, el arquitecto del Tercer Reich y luego eficaz Ministro de Armamento, había tenido la primicia. Mientras plegaba los planos después de una reunión con Hitler, éste le dijo: “En unos días nos vamos a París con Giessler y Brecker”. Speer no preguntó demasiado ni presentó objeciones. No valía la pena. Los deseos de Hitler se obedecían.

La admiración de Hitler por París era conocida. Pero provenía de lecturas; nunca había estado en ella. Esa fue su primera y única visita. “Ahora París me abre sus puertas”. Pero por más que su estadía fue breve y se pareció a la de un turista que “hace” ciudades, ver la mayor cantidad de lugares en pocas horas y seguir, él era un conquistador. Había invadido y había vencido. Sentía que nada lo iba a detener.

“Podría atravesar el Arco del Triunfo y desfilar triunfalmente al frente de las tropas pero no es algo que deba hacerse a los franceses en este momento, conmocionados por la derrota”, le habría dicho Hitler a Brecker, el escultor oficial. Un impensado gesto de elegancia. En especial porque pocos días antes se había procurado una venganza. Ordenó que la firma del armisticio con Francia fuera en un lugar algo exótico para tal trámite: el bosque de Compiegne.

En ese bosque estaba estacionado un particular vagón de tren. En ese vagón e en 1918 Alemania había firmado la capitulación. Hitler forzó la simetría para hacer más evidente la devolución de favores, para subrayar que la situación se había dado vuelta. Por si quedaban dudas, eligió para sentarse el sillón que había utilizado el Mariscal Foch, el vencedor en 1918.

La ausencia de desfile triunfal por las calles parisinas no fue una prueba de recato. Hermann Göring había desbaratado la idea con un argumento contundente que convenció de inmediato a Hitler: la fuerza aérea británica podía atacarlos y serían un blanco muy sencillo.

El paseo parisino de Hitler fue demasiado furtivo para tratarse de un conquistador. Tanto es así que los historiadores no se ponen de acuerdo en el día en que ocurrió. Algunos sostienen que fue el 24 de junio de 1940 y otros afirman que fue cuatro días después. Llegaron a la madrugada. No había gente en las calles. Una caravana de imponentes autos recorría rauda la Ciudad Luz. Hitler se subió al asiento del acompañante (siempre viajaba allí) del primer Mercedes. En el asiento trasero viajaban Speer, Giesler y Brecker, los artistas, los conocedores. En el resto del convoy iban los funcionarios políticos y los militares. Hitler se reservaba para él la cuestión artística.

A las 6 de la mañana ingresaron a la Ópera de París. La recorrieron y contemplaron todo su esplendor desde el escenario.

Después fue el turno de la Iglesia de la Madeleine. Hitler les contó a sus acompañantes lo que ya sabían: que ese lugar había sido erigido como un templo seglar, para homenajear a Napoleón y luego se transformó en uno religioso. Estaba obstinado en mostrar, ante un público tan cuidadosamente elegido, sus conocimientos, como el alumno aplicado que estudió la lección.

Luego la Plaza de la Concorde, un lento paseo por Champs-Elysées y el Arco del Triunfo. Allí la conversación fue obvia. Hablaron del Arco del Triunfo que construirían en Berlín. Lo había ideado Hitler, Speer lo estaba diseñando y Brecker cincelaría los bajorrelieves. Ese Arco, el de Berlín, debía tener una característica peculiar. Su tamaño debía ser tan grande como para que dentro suyo entrara el de París. Una metáfora demasiado obvia del sistema de medidas de Hitler y de su megalomanía.

Los autos siguieron hacia la Plaza del Trocadero. Bajaron a caminar. Un fotógrafo y un camarógrafo registraban cada movimiento de su jefe pero ese era el momento cumbre. La foto con el símbolo de la ciudad. Hitler posó con aire ausente, como si todos los días París cayera bajo su poder, con la Torre Eiffel de fondo. Esa imagen era el resumen del nuevo mundo, de su éxito, de que todo era posible. Si pudo conquistar París (y con facilidad) nada lo podría detener. Eso es lo que Hitler hubiera querido escribir en el epígrafe de esa foto.

Es mañana, pese a la parálisis que había provocado la derrota y la ocupación alemana, la ciudad comenzaba a despertarse. Los obreros iban a sus trabajos, lo mismo los empleados administrativos. Cómo el auto era descubierto, fueron varios los parisinos que reconocieron al líder nazi.

Llegó otro momento importante para Hitler: la visita a la tumba de Napoleón. Pero antes de llegar a ella, la comitiva tuvo que pasar por delante de una estatua, la de un militar. Hitler no necesitó acercarse para leer la inscripción tallada en el mármol para saber de quién se trataba. Su cuerpo se tensó y en su cara se instaló un gesto hosco. Levantó la voz y apuró el paso para alejarse de la estatua: “No tenemos más que cargar con este tipo de recuerdos”, dijo. Lo que trató de no ver, la estatua que con un sólo ademán ordenó derribar era la de un militar, el general Charles Mangin, héroe de Verdún.

Ya en Les Invalides, Hitler y el resto de la comitiva quedaron abrumados por el silencio y el clima del lugar. Ante la tumba de Napoleón, se sacó su gorra y la apretó contra el pecho mientras bajaba la cabeza. Una señal de respeto ante quien él consideraba un par.

La recorrida siguió por el Panteón y después por Montparnasse. Recién eran poco más de las 7 de la mañana y el turista Hitler ya había recorrido varios de los lugares más representativos de París.

En ese barrio, reconocido por alojar a los artistas, Brecker había tenido su estudio. En el itinerario inicial estaba planeada una parada para que el artista le mostrara a Hitler su antiguo espacio de trabajo. Pero eso no sucedió. Algunos dicen que fue por falta de tiempo. Aunque otros sostienen que al abrir la puerta, la encargada de la vivienda pegó tal grito al encontrarse frente a Hitler que colapsó y los hombres tuvieron que volver rápido a su automóvil.

A la comitiva la protegían un gran número de soldados que ostentaban grandes armas. La caravana continuó su apurado viaje. Pasó frente a otras construcciones emblemáticas de la ciudad. Notre Dame, el Louvre, el Palacio de Justicia.

Hitler miraba todo con seriedad y el impacto inicial se iba disipando. De nuevo su megalomanía ganaba la partida. Al final y al cabo, debía de pensar, que esa ciudad no era para tanto, que su Berlín sería mucho mejor. La última parada fue la iglesia del Sacré Coeur. Ascendieron hasta el templo pero les pareció poca cosa aunque disfrutaron de la vista de la ciudad desde las alturas.

Albert Speer contó en sus memorias que unos días después de la visita relámpago Hitler lo llamó a su despacho. Le ordenó redactar un decreto para que se reanuden todas las obras planeadas en Berlín. Le dijo que apenas lo tuviera listo se lo llevara que él lo firmaría de inmediato. “Alguna vez pensé destruir París. París es hermoso. Pero nuestra Berlín será mucho más linda. Cuando la terminemos será mucho más grande y hermosa. París se convertirá en una pálida sombra. No tiene el menor sentido destruirla”, le dijo Hitler.

La existencia de la capital francesa engrandecería mucho más la soñada capital del Reich de los Mil Años que imaginaba el Führer. París era el modelo pero a escala. En Berlín todo sería más grande e impactante.

Ernst Jünger, soldado alemán destinado a París, escribió en sus diarios, publicados como Radiaciones, un año después de la visita de Hitler: “París sigue siendo, en un sentido casi más importante que antes, una capital, símbolo y baluarte de unas excelsas formas de vida heredadas de antiguo, y también de ideas vinculantes, cosas todas ellas de las que ahora andan escasas las naciones”.

Cuatro años después, ese supuesto amor de Hitler por París mutó en furia destructiva, en una intención arrasadora. Cuando la derrota era inminente, cuando la impotencia dominaba, el Führer a los gritos ordenó destruir la capital francesa. “París sólo puede quedar en manos del enemigo siendo escombros”, vociferó en agosto de 1944.

Del otro lado alguien decidió no escuchar, desobedecer. Dietrich von Choltitz, gobernador nazi de París, escribió en sus memorias que rechazó la orden porque “hubiera sido una acción llena de maldad y vergonzosa destruir un polo de cultura semejante”. Según él su visión del Führer había cambiado unas semanas antes cuando ante un encuentro personal percibió que había perdido la razón. Sin embargo varios miembros de la Resistencia Francesa le niegan estos méritos a von Choltitz, sostienen que el alemán siguió torturando y fusilando resistentes franceses hasta el último momento.

Sus súbditos en un lapsus de sentido común se negaron a seguir la orden. El episodio quedaría resumido en la pregunta de Hitler: ¿Arde París?

París no ardió. Fue libre de nuevo. Y el régimen nazi se resquebrajaba de tal manera que sólo subsistiría unos pocos meses más en pie.

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