Por: El País
Donald Trump juró ayer por segunda vez preservar, proteger y defender una Constitución, la de Estados Unidos, que vulneró hace cuatro años cuando el mismo Capitolio donde se celebró su nueva toma de posesión fue asaltado por sus partidarios con la pretensión de negar el resultado de las urnas y evitar la alternancia democrática.
El inusual espectáculo que acompañó a tal juramento fue una exhibición de poder en directo con el anuncio de una drástica batería de decisiones como la declaración de la emergencia nacional en la frontera con México, deportaciones masivas de ciudadanos considerados ilegales, la recuperación del canal de Panamá, el final de las políticas verdes o el bautizo oficial del golfo de México como golfo de América. A tales anuncios les sumó el recuerdo de —en una suerte de presidencia adelantada antes de llegar a la Casa Blanca— su decisiva participación en la tregua entre Israel y Hamás o la reapertura de la red social china TikTok tras el cierre avalado por el Congreso y el Tribunal Supremo.
Ningún presidente en la historia estadounidense ha acumulado tanto poder. No solo por su control sobre el Ejecutivo y el Legislativo, sino por su capacidad para eludir durante cuatro años la acción de la justicia y el escrutinio parlamentario, además de someter al Partido Republicano a su disciplina.
La participación de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, en su Gobierno y el fervor de los magnates tecnológicos, presentes ayer en el acto, certifican la exactitud de la advertencia del presidente saliente, Joe Biden, en su discurso de despedida sobre la amenaza que significa para la democracia la formación de “una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia”.
Solo faltaba el lanzamiento en las vísperas de una criptomoneda con el nombre del nuevo presidente —revalorizada en miles de millones de dólares en dos días— para evidenciar el carácter de su Administración como si fuera un negocio personal en el que no hay diferencia entre sus intereses privados y los del país que preside.
Trump no defraudó las expectativas en su discurso inaugural. No faltaron sus habituales exageraciones ni las tergiversaciones sobre los males de los gobiernos precedentes, soportadas estoicamente por los expresidentes invitados a la ceremonia. El “comienzo de una nueva era” —calificada de antemano como una ”edad de oro”—, el final del “declive de Estados Unidos” o la declaración de la jornada como “día de la liberación” fueron algunas de las hipérboles con las que se presentó.
A pesar del decoro de sus predecesores y del impecable comportamiento tanto de quienes abandonaban la Casa Blanca como de la minoría demócrata en el Congreso y en el Senado, no hubo en boca de Trump ni una sola palabra de cortesía para quienes, además de representar a millones de estadounidenses, han demostrado ante sus conciudadanos cómo debe ser la alternancia en un Estado de derecho. Al contrario, les dedicó imprecaciones y hasta insultos, como si recibiera de sus manos un país sumido en el apocalipsis y estuviera protagonizando una refundación de Estados Unidos.
A la vista del discurso de Donald Trump, premonitorio de la venganza que se prepara y en el que se presentó como víctima de persecución política, Biden ha actuado con prudencia al amnistiar a Anthony Fauci —el médico responsable de combatir la pandemia de covid—, a la excongresista republicana antitrumpista Liz Cheney, al ex jefe del Estado Mayor Mark Milley —que calificó al magnate republicano de fascista— o a los miembros de la comisión del Congreso que le investigaron por la intentona de golpe de Estado de 2021.
Si en Estados Unidos son muchos los que se preparan para lo peor —mientras otros intentan congraciarse con el presidente—, los países democráticos aliados de EE UU, empezando por los europeos, deben prepararse para enfrentarse con vigor a una agenda exterior abiertamente hostil no solo con sus intereses comerciales, tecnológicos y geopolíticos, también con un sistema basado en el contrapeso de poderes.
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