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El «inquebrantable dios de la guerra» Putin es más popular que nunca

Por: Aleksandar Đokić | Euronews

Putin fue elegido al principio como futuro títere porque cumplía los requisitos: la personalidad de hombre fuerte era exactamente lo que se requería. Luego se alejó de quienes le habían ensalzado, reservándose para sí el personaje que se había creado y el poder acumulado, escribe Aleksandar Đokić.

Mientras Rusia se prepara para las elecciones presidenciales previstas para marzo del año que viene, Vladímir Putin está jugando a querer o no querer y todavía no ha anunciado su candidatura a la reelección.

Sin embargo, la aparente indecisión del actual presidente no es más que una farsa y, salvo intervención divina, gobernará Rusia durante otros seis años. Y, por ilógico que pueda parecer a los observadores externos, la actual invasión a gran escala de Ucrania sólo ha contribuido a consolidar su férreo control del poder.

De hecho, toda la imagen política de Putin en Rusia, cuidadosamente elaborada, se basa en la noción de que es un inquebrantable dios masculino de la guerra, contra cuya embestida ningún oponente puede quedar en pie.

Este es el núcleo de su personalidad política. Sus otros disfraces sociales están reservados a diversos escalones de poder dentro de Rusia, el círculo interior y exterior, así como a jefes de Estado extranjeros, ya sean antagonistas o socios (en el crimen).

Este, sin embargo, es el disfraz que Putin se pone específicamente para el público ruso, que parece estar dispuesto a respaldarle hasta la médula una vez más, sin hacer preguntas.

El hecho de que Putin no haya optado por basar su personalidad política en su carisma personal, su astucia administrativa o sus proezas intelectuales se debe en parte a la última época de Boris Yeltsin, en la que consiguió abrirse camino a puñaladas traperas en la corrupta escala política.

Fue una época de caos, no a causa de las reformas liberales y de mercado, sino porque los propios reformistas dejaron a medias los cambios, una vez que se convencieron de que el poder político y económico estaba firmemente a su alcance.

Los cambios en la Rusia de entonces se dictaron por decreto desde arriba, y no hubo un gran movimiento político de oposición de base a favor de la democracia que pudiera forzar las reformas.

Por ello, una vez distribuido el poder político y adquirida la riqueza económica, no fueron los opositores, sino quienes inicialmente propusieron las reformas, quienes las frenaron en seco.

Por otra parte, no fue un periodo de democracia idealista en Rusia, sino de debilidad del centro federal de poder. La libertad, subproducto de este estado de cosas, nunca fue realmente deseada; hubo que tolerarla.

Las dos guerras chechenas dieron un propósito tanto a Yeltsin como a Putin. En teoría, Rusia estaba en peligro y ellos lucharían para protegerla.

Sin embargo, la verdad era que durante la era soviética, el pueblo checheno fue sometido a uno de los crímenes de Estado más horrendos: fueron trasladados a la fuerza y en masa a Asia Central.

Los ancianos y los recién nacidos fueron hacinados en trenes de ganado y enviados lejos, hacia el este. Muchos de los grupos sociales más frágiles perdieron la vida durante el viaje.

Sólo con la decadencia del poder central en Moscú pudieron los chechenos regresar a su tierra ancestral. Así pues, la lucha chechena por la independencia fue una consecuencia lógica del dominio ruso sobre el territorio una vez desaparecida definitivamente la Unión Soviética.

Pero los señores de Moscú, como Yeltsin y Putin optaron por convertir la causa chechena en una amenaza existencial para la propia Rusia, al igual que se hizo con Ucrania casi dos décadas después.

Así es como, por la propia naturaleza del camino bélico ya trazado, la personalidad política de Putin se convirtió en el dictador de guerra que hoy conocemos y detestamos.

Hay muchas especulaciones -que perdurarán mucho después de que Putin deje este mundo- sobre los atentados con bombas en apartamentos en septiembre de 1999, atribuidos al gobierno de Grozny, que justificaron la Segunda Guerra de Chechenia a los ojos de la opinión pública rusa.

El hecho es que el Gobierno central ruso ya había elegido la guerra como instrumento político de cohesión para lograr el control total y sofocar el naciente federalismo ruso incluso antes de que Putin estuviera en el candelero.

Y tanto si los atentados terroristas fueron un montaje como si no, Putin ya había sido elegido por el clan Yeltsin y los pocos oligarcas que ejercían el poder suficiente para decidir quién sería el próximo presidente de Rusia, entre ellos Boris Berezovsky (que más tarde fue asesinado en Reino Unido) y el yerno de Yeltsin, Valentin Yumashev (que se mantuvo leal).

No era solo Putin quien necesitaba una guerra; la renacida autocracia rusa también. Tal vez fue el propio Servicio Federal de Seguridad de la Federación de Rusia (FSB) quien lo organizó, o tal vez fueron los extremistas islámicos chechenos, que no estaban bajo el control del gobierno de Grozny, quienes proporcionaron el casus belli necesario. En cualquier caso, la diferencia no supondría gran cosa a los ojos de la opinión pública rusa, a la que ya se le ha vendido la narrativa.

La necesidad de la guerra como instrumento de gobierno ya existía. La Segunda Guerra de Chechenia moldeó la imagen política de Putin hasta tal punto que nunca podría salir de ella, aunque quisiera.

Entonces, en 2008, llegó la Guerra de Georgia: una pequeña y rápida victoria de las fuerzas rusas que eclipsó varias veces al Ejército georgiano. Fue un punto de inflexión, ya que constituyó una guerra exterior, mucho más directa y de mayor envergadura que la intromisión de Yeltsin en la región moldava de Transnistria años atrás.

Rusia volvía a ser formalmente un imperio. Alentado además por la estabilidad de los precios del petróleo, que llenaban sin cesar las arcas del Estado ruso, Putin estaba en la cima de su popularidad real, no la vacía que tiene hoy cuando cualquier alternativa está prácticamente proscrita.

Fue la aventura siria, muy parecida a las intervenciones coloniales del siglo XIX de las potencias europeas en la región, la que volvió a situar a Rusia en el mapa mundial. Junto con la anexión de Crimea en 2014 y la agresión militar en la región del Donbás, revitalizó la imagen de Rusia como superpotencia militar.

Durante la última etapa de Putin, su imagen empezó a resquebrajarse, y no solo porque no fue capaz de lograr una victoria decisiva contra Ucrania en 2014.

Llevaba demasiado tiempo en el poder, el rápido crecimiento económico había terminado y la apariencia de libertades políticas básicas empezaba a desaparecer. Entretanto, Kiev se convirtió en un doble peligro para Putin: se percibía como una amenaza para la estabilidad del régimen de Moscú si no se le controlaba y, sin embargo, ofrecía una gran oportunidad para fortalecer el dominio de Putin si se lograba rápidamente su control.

Una nueva guerra, una «gran guerra», que pasaría a la historia de Rusia, marcaría el legado de Putin y cimentaría su poder en vida.

Tras diecinueve meses de guerra, la victoria nunca llegó. Pero, a pesar de ello, el régimen había encontrado una nueva forma de prolongar su permanencia en el poder: una guerra eterna de menor intensidad.

En cierto modo, ahora es una guerra que se libra con los recursos justos para mantenerla en marcha, pero no lo suficiente como para provocar disturbios civiles.

Los líderes occidentales, desde su punto de vista, ven esto como una estrategia de contención: se trata de negar la victoria a Rusia, de vaciarla de sus recursos, pero de no intentar proporcionar suficiente ayuda a Ucrania para derrotarla por miedo a lo que podría venir después: una ruptura caótica de Rusia, una guerra total o incluso un holocausto nuclear, son varias posibilidades realistas.

Al mismo tiempo, Putin y su círculo íntimo ven todo esto como una oportunidad para restablecer el régimen totalitario en la propia Rusia, asegurando su posición en los años venideros, mientras esperan que Ucrania acabe desmoronándose bajo la presión.

Y Putin, el dictador de guerra, aunque maltrecho, prevalecerá.

Las opiniones expresadas de los “columnistas” en los artículos de opinión, son de responsabilidad exclusiva de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de Diario El Mundo.

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