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El ‘manual de represión’ que comparten los dictadores modernos

Por: Patricia Blanco

Los tiranos aprenden unos de otros, comparten información y observan las tácticas de represión que aplican dictadores y autócratas del mundo para reproducirlas en sus propios países. Los arrestos arbitrarios de disidentes, la tortura en las prisiones, los ataques a familiares de activistas o el uso de inteligencia artificial para controlar a la población se repiten casi de forma sistemática en la mayoría de regímenes autoritarios. “Desde Egipto e Irán a Rusia y Venezuela, los dictadores cooperan y se copian entre ellos”, advierte la periodista y disidente iraní Masih Alinejad. Su denuncia coincide con el relato de las decenas de defensores de los derechos humanos reunidos el pasado junio en el Oslo Freedom Forum, la convención de activistas que cada año organiza la Human Rights Foundation (HRF). Sus testimonios componen lo que podría considerarse una guía de actuación de los dictadores y autócratas modernos, un conjunto de formas de represión tradicionales reforzadas con las opciones que les ofrecen las nuevas tecnologías y la constante preocupación por la imagen pública.

Arrestos arbitrarios
Las detenciones arbitrarias de activistas, periodistas u opositores sin que existan razones legítimas o sin procedimientos legales previos son “un arma fundamental de los regímenes autocráticos”, afirma Félix Maradiaga, uno de los 200 presos políticos nicaragüenses a los que el régimen de Daniel Ortega desterró a Estados Unidos el pasado febrero tras privarlos de la nacionalidad. “Saben que apresando a los disidentes desvían la atención de los movimientos políticos, que se ven obligados a parar por un tiempo y dejar de hablar de reformas en educación y salud o de abordar temas como la corrupción”, continúa. Su propia experiencia es la prueba: después de anunciar en 2021 su precandidatura a la presidencia del país, fue detenido acusado de “traición” y pasó “611 agonizantes días en una de las prisiones de máxima seguridad más atroces de Latinoamérica”.

La uigur Gulbahar Haitiwaji, en cambio, “nunca había estado envuelta” en actividades políticas o sociales. Pero el régimen de Xi Jinping la consideró culpable de “deslealtad al Gobierno chino” en el marco de una campaña de represión de Pekín contra los miembros de esta minoría musulmana —unos 11,6 millones de personas— en la región autónoma de Xinjiang. “Vivía en Francia con mi marido y mis hijas y, tras una llamada de mi antiguo empleador, planeé un viaje de regreso de dos semanas [a Xinjiang]… No tenía idea de lo que me esperaba allí”, recuerda la mujer, que pasó tres años en los denominados “centros de reeducación”, campos de confinamiento donde Pekín ejerce su represión contra los uigures.

FOTO BUKELE EN CARCELES
Presidente Nayib Bukele visita una cárcel de máxima seguridad en El Salvador

Torturas
Las palizas, las violaciones y el trato inhumano y degradante son una constante en el testimonio de quienes han sido arrestados por motivos políticos. “Sufrí en prisión cosas de las que todavía no estoy preparado para hablar en público”, afirma el nicaragüense Maradiaga.

La tortura es ante, todo, un intento de “deshumanización”, denuncia por su parte Navarro. “Yo me veía como el número 25510806”, el código que le asignaron tras entrar en la cárcel venezolana del Helicoide. Las agresiones, revela, fueron continuas. “No me dejaban dormir; escuchaba cómo asfixiaban a otro preso, el sonido de las violaciones…”, rememora el activista, que asegura que pasó 129 días sin ver la luz del sol.

Una pulsera roja en el tobillo de Haitiwaji le hace recordar que sobrevivió a la tortura en los centros de detención de Xinjiang. Los agentes le apretaban los grilletes con tanta fuerza que le hacían sangrar. Y en mitad del dolor, dice que susurró: “Mi pobre tobillo, tú has sufrido tanto por mí, si alguna vez consigo dejar este lugar prometo que te adornaré con una hermosa cadena”. Fue una de las muchas veces en las que la mujer fue interrogada en una de las denonimadas sillas tigre: “Nos ponían una capucha negra, nos esposaban las manos y los tobillos”. Pero no fueron esos los únicos momentos de terror: “Me encadenaron 20 días a una cama y la humillación que sentí fue insoportable. Luché durante 10 días por no hacer mis necesidades delante de ellos; al final, con un dolor fortísimo de estómago, hice mis necesidades entre lágrimas”.

Quien no puede relatar la tortura que sufrió es Alaa Abdelfatá. Este bloguero e intelectual símbolo de la oposición egipcia lleva preso casi cuatro años tras haber sido condenado en un juicio exprés por supuestamente difundir información falsa en redes sociales. Pero habla en su nombre una de sus hermanas, Sanaa Seif, que cuenta que la situación fue tan terrible que su hermano llegó a pensar en el suicidio: “Decía que su vida era insoportable, porque lo peor no fue la tortura, sino que le privaran de todo aquello que daba sentido a su vida, como la luz del sol, la música o los libros… Decía que vivía como un animal”.

Ataques a familiares
En su estrategia de la expansión del terror, los dictadores y autócratas se esfuerzan en demostrar que el activismo de un disidente pone en riesgo a su familia. Es lo que le ocurrió a Haitiwaji. “Me interrogaron sobre mi vida en Francia, me mostraron una fotografía de mi hija cubriéndose con una bandera del Turquestán Oriental [símbolo del movimiento de independencia uigur] durante una protesta”, recuerda la mujer, que acabó firmando una confesión en la que declaraba que había “reunido a gente para perturbar el orden social”.

Sanaa Seif sí terminó en prisión hasta en tres ocasiones por reclamar la libertad de su hermano. Consciente del dolor que inflige a las familias la detención de un ser querido, narra cómo se peinaba y maquillaba para intentar tener el mejor aspecto en la visita de 20 minutos con su madre o su hermana que una vez al mes le permitían las autoridades.

Prácticas cleptócratas
“Ocurre en Sudán, en Yemen, en Rusia, en China, en Irán… Son regímenes cleptócratas”, afirma Casey Michel, director del programa de la HRF contra los sistemas de gobierno en los que prima el enriquecimiento de la élite a costa del interés público. La cleptocracia es, según Casey, una de las señas de identidad de los sistemas autoritarios, pero advierte que es “un fenómeno transnacional”. “Las autocracias y las dictaduras se sirven del secreto financiero de lugares como Delaware [Estados Unidos] para sacar dinero de su país, ya sea de Guinea Ecuatorial o de Angola, y disfrutar de él donde quieran”, critica.

Lo sabe bien la activista Ketakandriana Rafitoson, la única juez de Madagascar que ha dimitido por interferencias en la justicia, que lleva toda su vida dedicada a la lucha contra la corrupción. “En ella está el origen de la extrema pobreza de mi país”, subraya, un Estado en el que el 75% de la población vive con menos de dos dólares al día. “Los sucesivos dirigentes escogieron la corrupción como forma para gobernar el país”, lamenta. Y da una cifra, a modo de ejemplo, que considera inasumible: “En 2013, uno de los candidatos a las elecciones presidenciales gastó 43 millones de dólares (38,3 millones de euros) en una sola campaña, en un país en el que la gente pasa hambre”. Si en los comicios de 2018 concurrieron 36 candidatos, ¿cuánto dinero se malgastó?”, se pregunta.

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Presidentes Daniel Ortega (Nicaragua), Nicolás Maduro (Venezuela) y Miguel Díaz-Canel (Cuba)

El cuidado de la imagen internacional

Asma el Asad, la esposa del presidente sirio, Bachar el Asad, mantuvo una videollamada el pasado marzo con Sham Sheikh Mohammed, una niña siria de nueve años superviviente de los terremotos que azotaron Turquía y Siria el pasado 6 de febrero, mientras esta estaba internada en un hospital de Abu Dabi para tratar sus lesiones. “Estuvo atrapada durante más de 40 horas”, narra el activista sirio Abdulrahman Almawwas, cofundador de los Cascos Blancos, la organización siria de voluntarios especializada en rescates. Lo hiriente de aquella llamada es que la niña a la que telefoneó El Asad vivía “en el norte de Siria, una zona que ha sido atacada y bombardeada por Damasco durante los últimos 10 años”, deplora Almawwas, que critica cómo los dictadores intenta “limpiar sus crímenes frente a la opinión pública internacional”.

Pero el ejemplo ilustrativo más reciente de cómo los regímenes autoritarios intentan lavar su imagen es, para Sanaa Seif, la celebración en noviembre del año pasado de la Cumbre del Clima de Naciones Unidas en la localidad egipcia de Sharm el Sheij. “El régimen de Abdel Fatah al Sisi no quería que se difundieran las historias de los prisioneros políticos así que asumí el riesgo de volar hasta allí”, narra la activista. Su hermano se encontraba en aquel momento en huelga de hambre para reclamar mejoras en su arresto. “Activistas climáticos de todas partes del mundo corearon el nombre de Alaa y [el primer ministro británico] Rishi Sunak, [el canciller alemán ] Olaf Scholz y [el presidente francés] Emmanuel Macron pidieron su liberación”, recuerda. Las condiciones carcelarias de su hermano de pronto mejoraron.

El uso de nuevas tecnologías
El teléfono móvil de la activista ruandesa Carine Kanimba fue infectado con el software de espionaje Pegasus. La joven, hija del opositor ruandés Paul Rusesabagina, el famoso exgerente del Hotel Mille Collines —que Hollywood inmortalizó en la película Hotel Ruanda— lleva desde 2020 denunciando que su padre fue secuestrado en su casa de San Antonio (Texas, Estados Unidos) y llevado a Ruanda, donde fue declarado culpable de terrorismo y condenado a 25 años de prisión. Resesabagina, opositor al presidente Paul Kagame, “nunca habría viajado” al país africano, afirma su hija, que con la ayuda de varias organizaciones afirma que descubrió que el Gobierno ruandés había estado “siguiendo los pasos de toda la familia”.

“Todas las dictaduras hacen las mismas cosas, aunque parece que sean muy diferentes; por ejemplo, ahora empiezan a usar vídeos de inteligencia artificial y reconocimiento facial”, explica el activista serbio Srdja Popovic, impulsor de las movilizaciones estudiantiles que precipitaron la caída del exdictador serbio Slobodan Misolevic y actual director del Centro para la Aplicación de Acciones y Estrategias de No Violencia (CANVAS). Así le ocurrió a Haitiwaji. “Cuando me detuvieron, tomaron muestras de sangre, me escanearon la cara y el iris de los ojos y grabaron una muestra de mi voz”, relata.

Y los dictadores comparten estos sistemas, advierte Nathan Law, uno de los líderes de la llamada revolución de los paraguas de Hong Kong. “China se ha aprovechado de la preocupación de la narrativa que prioriza la seguridad sobre la libertad y vende tecnologías que sirven para identificar a las personas”, alerta el joven, actualmente exiliado en Londres. Estos softwares, recuerda, solo tienen un fin: suprimir las protestas y garantizar la supervivencia del régimen.

Las opiniones expresadas de los “columnistas” en los artículos de opinión, son de responsabilidad exclusiva de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de Diario El Mundo.

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