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Expulsados de sus casas por las pandillas, miles de haitianos malviven en albergues

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Una pandilla arrasó la barriada de Cite Soleil: mataron, violaron y prendieron fuego a cientos de viviendas de madera y hojalata. Obligada a marcharse de su vecindario, una familia de cuatro personas vivió en las calles de Puerto Príncipe hasta que un camión los atropelló mientras dormían.

Por AP

Dos hermanos, de 2 y 9 años, fallecieron en el accidente de noviembre. Jean-Kere Almicar abrió su casa a los angustiados padres, después a otra familia y luego a otra, hasta que en su patio delantero y en las inmediaciones hubo casi 200 personas acampadas.

Están entre los más de 165.000 haitianos que han huido de sus hogares debido al repunte de la violencia de las pandillas, sin un lugar al que ir en esta capital de casi tres millones de habitantes.

Almicar, que vivió en Scranton, Pensilvania, pero regresó a Haití en 2007, utiliza su propio dinero.

“No hay nada más que pudiese hacer salvo decirles que vinieran”, apuntó Almicar. “Sus hogares ya no existen. Si vuelven, los matarán”.

Alrededor de 79.000 personas se alojan temporalmente con familiares o amigos, pero otros 48.000 han abarrotado docenas de albergues improvisados, como el de Almicar, o se cobijan en parques, iglesias, escuelas y edificios abandonados en Puerto Príncipe y los alrededores. La situación está desbordando a las organizaciones benéficas y no gubernamentales.

“El gobierno no está reubicando a nadie”, afirmó Joseph Wilfred, uno de los voluntarios a cargo de un edificio gubernamental abandonado en la capital que aloja a cerca de 1.000 personas, entre las que están él y su familia.

Decenas de miles de haitianos languidecen en estos refugios improvisados desde hace casi un año. Duermen sobre el piso o sobre cajas de cartón aplastadas. Sus pertenencias están metidas en grandes sacos de arroz apoyados en las paredes de las abarrotadas habitaciones. Las bandas que los echaron de sus casas y controlan hasta el 80% de la capital, según la mayoría de las estimaciones, reclutan ahora a niños de tan solo 8 años en los albergues.

Una mujer que se aloja en la propiedad de Almicar, Lenlen Désir Fondala, dijo que alguien se llevó a su hijo de 5 años cuando vivían en un parque al aire libre en noviembre. Tras una mueca, comenzó a llorar susurrando que todavía sueña con él.

Las violaciones son también habituales en los albergues y en los barrios donde las pandillas tienen el control.

Lovely Benjamin, de 26 años, tiene cicatrices en el torso y en un brazo luego de que las pandillas le dispararon y la atacaron con un machete. Su hijo de 4 años tiene la cicatriz de la agresión con el machete en su cabeza. No tienen casa y Benjamin trata de conseguir trabajo. Las bandas quemaron todos los productos que solía vender, incluyendo arroz y aceite, y no tiene dinero para comprar más. Ella y su hijo sobrevivieron al ataque, pero los agresores mataron a su pareja y le prendieron fuego al cuerpo.

“Todo el mundo corría”, recordó. “Las pandillas entraron en las casas de todo el mundo”.

Benjamin y su hijo viven ahora en el patio delantero de Almicar con otros vecinos de Cite Soleil. Una mañana reciente, se apiñaban rodeados de pilas de ropa empapada por las recientes inundaciones. El suelo de piedras donde se sientan y duermen sirve también de cocina improvisada, donde algunos preparan frijoles o verduras en pequeñas hornillas de carbón.

Entre sus nuevos vecinos están Januèlle Dafka y su hija de 15 años, Titi Paul, que se quedaron embarazadas tras ser violadas por pandilleros. Otra vecina, Rose Dupont, contó que estaba embarazada de nueve meses cuando cuatro miembros de una banda le dispararon en un hombro antes de golpearla y violarla, lo que le provocó un aborto. The Associated Press no identifica a personas que dicen haber sido víctimas de agresiones sexuales a menos que accedan a ello, como Dafka, Paul y Dupont.

Las mujeres llevan sobres con los detallados partes médicos de los horrores que padecieron y esperan que alguien les ayude a encontrar un lugar seguro para vivir.

Por el momento se refugian en el patio de Almicar, a quien llaman “Big Papa”.

“Ha estado invirtiendo su tiempo y su dinero, por no hablar de su fuerza para mantenernos a salvo”, dijo Dovenald Cetoute, de 33 años, que también vive allí.

Pero pocos son tan benevolentes como Almicar. La policía ha estado expulsando a la gente de los albergues improvisados y los vecinos han amenazado con echar a los sin techo por miedo a que haya pandilleros ocultos entre ellos.

La Organización Internacional para las Migraciones ha ayudado a más de 3.400 personas a encontrar vivienda en zonas seguras y entrega alrededor de 350 dólares a las familias para cubrir el alquiler de todo un año. Pero cada vez más de estas familias regresan a los albergues a medida que las bandas invaden comunidades que en su día se consideraban seguras. Hasta los refugios improvisados cierran y se trasladan a otras partes debido a la violencia, aseguró Philippe Branchat, jefe de la agencia migratoria de Naciones Unidas en Haití.

“Escuchamos estas terribles historias muy a menudo”, apuntó Branchat, añadiendo que la OIM no tiene acceso a casi la mitad de los albergues a causa de la violencia. “La situación es realmente mala”.

A veces, quienes se alojan en los albergues no pueden permitirse comer más que un mango al día. Muchos niños están desnutridos.

Una mañana reciente, en el edificio abandonado que Wilfred ayuda a gestionar como refugio improvisado, una mujer lloraba contra la pared mientras el pequeño cuerpo de su ahijada de un año yacía en el piso, envuelto en una toalla. Había muerto apenas unas horas antes, supuestamente de cólera.

La noche anterior, un niños de seis años falleció en circunstancias similares, y los trabajadores sanitarios que acudieron a la mañana siguiente sospechaban que se trataba de un caso de cólera.

Horas después, una ambulancia pasó a recoger a otros dos niños que luchaban contra el cólera. La bacteria, que enferma a quienes toman alimentos o agua contaminados, se ha propagado por el albergue, que no tiene electricidad ni agua corriente y cuenta con apenas dos agujeros en el piso que sirven de letrina para casi 1.000 personas.

El empeoramiento de la situación es un tema habitual en las reuniones quincenales que los responsables del edificio celebran con los residentes.

Sony Pierre, vocero del comité que gestiona el refugio en el que vive, afirmó que está muy preocupado por las condiciones de vida.

“Observen esta catástrofe”, dijo Pierre agitando los brazos ante la escena a sus espaldas, con las moscas zumbando agresivamente bajo un calor agobiante. “Esto es una emergencia (…) Buscamos ayuda para vivir con dignidad”.

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