Por: El País
El progresista Bernardo Arévalo, de 65 años, asumió este domingo la presidencia de Guatemala tras una bochornosa cadena de zancadillas propinadas por las fuerzas reaccionarias. Lo que debería haber sido una ceremonia tranquila, dada la abultada victoria que logró en agosto pasado, se tornó un viacrucis que, desde su epicentro parlamentario, reflejó los profundos problemas institucionales del país centroamericano y la endiablada operación puesta en marcha hace meses por los enemigos de Arévalo a través de acciones que han llegado a tener rasgos antidemocráticos.
La degradación institucional de Guatemala viene de lejos. Ya en 2015 las calles de este país de 17 millones de habitantes vivieron una revuelta de origen estudiantil que señaló los graves problemas de corrupción y, por momentos, hizo albergar la esperanza de un futuro mejor. Poco a poco, sin embargo, las élites económicas y una parte importante del oficialismo ahogaron cualquier avance y devolvieron las aguas institucionales a su estado cenagoso, el llamado “pacto de corruptos”. Un lugar en el que el anterior presidente, Alejandro Giammattei, se ha movido con desenvoltura y que generó la ola de hartazgo popular que llevó a la inesperada victoria de Arévalo.
El triunfo electoral de un político extraño al ecosistema y que tiene como bandera la lucha contra la corrupción vino seguido de una estridente reacción, encabezada por la fiscal general, una funcionaria que ha buscado por todos los medios y hasta el último minuto torpedear la investidura. Han fracasado en sus objetivos, pero es de esperar que vuelvan a la carga.
Ante ese horizonte incierto, Arévalo cuenta con apoyos internos claros, sobre todo entre la población. Mención especial merecen los cuatro pueblos indígenas (maya, xinka, garífuna y ladino), cuya resistencia cívica y respaldo al legítimo vencedor electoral han resultado providenciales para él y para Guatemala. Pero si en la base popular el nuevo presidente es fuerte, no lo es tanto entre el poderoso establishment, aferrado a sus privilegios. Tampoco cuenta con una organización política robusta. Su partido, el Movimiento Semilla, cuyo embrión fueron las protestas de 2015, dispone de apenas 23 diputados en una Asamblea Nacional de 160 miembros, en gran parte fedatarios de las fuerzas tradicionales.
Arévalo tiene cuatro años, sin posibilidad de reelección, para cumplir sus promesas. Las principales son reducir la pobreza —que afecta a más del 55% de la población— y rebajar sustancialmente la corrupción, en especial, en los organismos encargados de combatirla, como el Ministerio Público y el Poder Judicial. Es un programa de gobierno sencillo de explicar pero, al mismo tiempo, difícil de conseguir. Una tarea en la que necesitará del apoyo de la sociedad civil guatemalteca, pero también de la comunidad internacional, que ya ha demostrado su interés y se ha mantenido vigilante durante el largo proceso de transición.
Estados Unidos, la Unión Europea, España, Colombia, Chile y todos aquellos que este domingo, durante las tensiones de la investidura, salieron en defensa de Arévalo deberían comprometerse a garantizar la estabilidad democrática de Guatemala y a nutrirla con una ayuda constante, eficaz y sostenida en el tiempo. Han de ser conscientes de que, una vez tomado el avión de vuelta a casa, volverán las hostilidades contra el nuevo presidente y todo lo que representa. Bajar la guardia abocaría a un fracaso. El riesgo de involución en Guatemala es enorme; en cualquier momento puede materializarse y convertirse en una tragedia. Signos no faltan.
Las opiniones expresadas de los “columnistas” en los artículos de opinión, son de responsabilidad exclusiva de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de Diario El Mundo.