La princesa de Gales ha seguido los pasos de Isabel II al transmitir en sus actos públicos una imagen tradicional y un sentido del deber.
Por El País
Antes de que medio mundo la conociera como duquesa de Cambridge, primero; princesa de Gales, después: y siempre como la esposa del heredero al trono, Guillermo de Inglaterra, pudo subir junto a su padre, Michael Middleton, al Mont Blanc, la cima estrella de los Alpes y el punto más alto de Europa Occidental. Pertenecía a una familia deportista, que no se acobardaba ante los retos.
“A lo largo de los años, hemos escalado muchas montañas juntos. Como familia, escalaremos esta también junto a ti”, escribió este viernes el hermano de Middleton, James William Middleton, en su cuenta de Instagram, junto a una foto antigua de ambos, en la que aún son dos niños sonrientes en medio de la naturaleza.
Apenas después de que saliera a la luz su noviazgo con el hijo mayor de Carlos y Diana, la crueldad de la prensa sensacionalista británica sacó partido, con un sentido muy diferente, de las habilidades ascendentes de Kate. A ella y a su hermana, Pippa, las bautizaron —con ese tufo machista que nunca se han sacudido los tabloides del Reino Unido— como las “wisteria sisters” (las “hermanas glicinia”), en referencia a esa planta tan popular en las fachadas de las residencias londinenses: es bella y decorativa, tiene una intensa fragancia… y trepa con rapidez, decía el chascarrillo.
“Waity Katy”, la llamaban también. Algo así como ‘Katy, la que espera’, para burlarse de la joven que aguardó desesperada durante años a que el príncipe Guillermo se decidiera a proponerle matrimonio. Se referían a ella como una commoner [plebeya], y cuestionaban sus nervios en público, su voz estridente y su aburrido vestuario. Años de excentricidad y exotismo en los que el modelo era Lady Di habían creado una generación de monárquicos de tabloide escandaloso y lágrima fácil en los que un carácter conservador, convencional y anodino no cotizaba. A pesar de que fueran precisamente esas características las que más admiraran de la fallecida Isabel II.
Hasta la serie The Crown (Netflix) se apuntó a la teoría de que Carole Middleton había esculpido de forma minuciosa la trayectoria social de sus hijas, siempre hacia lo más alto. A ella se atribuye la decisión de sacar a Kate de la Universidad de Edimburgo, cuando apenas llevaba un año, y enviarla a la de St. Andrews, donde se acaba de matricular el príncipe Guillermo, y donde acabó por tomar forma su noviazgo.
El 29 de abril de 2011 se celebró la boda, en la Abadía de Westminster. Desde entonces, Middleton no ha dejado de dar los pasos apropiados, al menos para esa parte de la sociedad británica conservadora y tradicional que quiere una monarquía con todos sus convencionalismos. Una maternidad dedicada —la pareja tiene tres hijos: Jorge, Carlota y Luis—, un apoyo incondicional a su esposo, una devoción inicial a Isabel II que ha trasladado más tarde a su suegro, el rey Carlos III, y una pulcra corrección cuando aparece en actos públicos. Todos los atributos exigibles a una futura reina.
Algunas voces críticas vieron en su comportamiento más cálculo que naturalidad. Hilary Mantel, la escritora idolatrada por muchos británicos por su trilogía sobre los Tudor, definía a Kate como “un objeto de precisión” sin fallos aparentes, muy diferente a una Lady Di que “mostraba en cada gesto su torpeza humana y su incontinencia emocional”. Los ciudadanos adictos al día a día de la realeza, sin embargo, o los que simplemente desean las menores extravagancias posibles de sus instituciones, aprendieron a querer a una mujer que cumplía con las obligaciones correspondientes a su cargo con rigor y buen ánimo. Los Windsor siempre han sabido que una sonrisa es un arma de comunicación mucho más poderosa que cualquier declaración pública, y Kate no ha dejado de sonreír a lo largo de los años.
Cuando confesó a la escritora Giovanna Fletcher que se había sentido “ligeramente aterrorizada” al presentar en 2013 a los medios al recién nacido príncipe Jorge, desde las escaleras del hospital —una tradición impuesta a todas las mujeres de la familia real, que solo Meghan Markle decidió romper—, Kate siguió la norma que tan bien funcionó a su abuela política, Isabel II: las obligaciones, siempre antes que las necesidades, “porque era realmente importante ser capaz de compartir con la ciudadanía la alegría de ese momento”, explicó Middleton.
En los últimos días, la princesa de Gales ha descubierto que la ciudadanía es insaciable cuando se trata de compartir. No le bastan las alegrías. También quiere las penas. A pesar de su resistencia inicial, y de su deseo de proteger a los tres hijos del matrimonio, Middleton ha optado por explicar al mundo su estado de salud y su actual angustia. Y al hacerlo, ha regresado a la cima que tanto esfuerzo le llevó coronar: el único lugar donde puede sentirse protegida.