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La Copa Libertadores arde en las tribunas

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El torneo sudamericano más importante del fútbol vive episodios de racismo y violencia inéditos.

Por El País

La Copa Libertadores arde, y no sólo porque esta semana ingresará en su etapa decisiva, ya camino a la final del 4 de noviembre en el estadio Maracaná. Si la competición más importante de Sudamérica siempre fue pletórica en historias que se cruzan del territorio de la pasión al de la violencia, este año las Copas –también la Sudamericana, el segundo torneo en jerarquía de la Conmebol— parecen jugarse especialmente sobre el cráter de un volcán, al borde de la lava, no tanto en el campo de juego sino en las tribunas y en las inmediaciones de los estadios.

Una guía de la edición 2023 debería dedicarle un capítulo central a la sucesión de episodios de racismo, hinchas heridos y detenidos, enfrentamientos entre simpatizantes y policías, acusaciones de abusos policiales y estadios suspendidos por los organizadores. Aunque la Conmebol se declara al margen de lo que ocurra a más de 100 metros de los estadios, hay dirigentes de clubes que en el horizonte vislumbran una posible prohibición del público visitante.

Tras una semana de descanso, ambos torneos se reanudarán este martes con los partidos de cuartos de final. A comienzos de agosto quedaron las caóticas series de octavos, en especial entre clubes argentinos y brasileños. La vieja rivalidad de los colosos del fútbol sudamericano y mundial llegó a su clímax en los partidos Fluminense-Argentinos, Corinthians-Newell’s, Estudiantes-Goiás y San Lorenzo-São Paulo, aunque también hubo disturbios en Nacional de Montevideo-Boca, Olimpia de Paraguay-Flamengo y un hincha de River quedó herido en un episodio aislado –y no esclarecido- en la visita de su equipo al Inter de Porto Alegre.

Si Río de Janeiro suele ser una postal idílica, esta vez los hinchas de Argentinos Juniors vivieron un calvario. Primero fueron atacados en malón por fanáticos brasileños mientras, como otros turistas, recorrían Copacabana en la mañana previa al partido, el martes 8. “Young Flu, la barra del Fluminense, tiene una relación cercana con la hinchada de Vélez [rival de Argentinos en su país] y quisieron ‘mostrarles servicios’ a sus aliados de otro país”, decodifica el escritor brasileño Rodrigo Barneschi, autor de “Forasteiros”, un libro en el que cuenta su experiencia como hincha del Palmeiras acompañando a su equipo dentro y fuera de Brasil.

Los ataques siguieron ya durante el partido, dentro del Maracaná, esta vez por parte de la policía brasileña. Alejandro Frasenga, un hincha que recibió balazos de goma disparados a dos metros de distancia y palazos en la cabeza, quedó detenido junto a su esposa y uno de sus hijos en la cárcel del estadio. “A los hinchas argentinos siempre nos trataron mal en Brasil, pero más ahora, y eso que nosotros somos familia, un club de barrio. Cuando los policías me llevaban por debajo de las tribunas llegué a pensar ‘esta no la cuento’. Después llegaron dirigentes del club y funcionarios del consulado argentino y a las 4.30 de la madrugada recuperamos la libertad”, reconstruye uno de los hinchas detenidos, que de todas maneras debió permanecer en Brasil casi una semana, hasta el lunes 14, cuando un fallo exprés de la Justicia local le permitió dejar el país.

Frasenga, que también enfrentó cargos de racismo, niega haber realizado ese tipo de agresión, tanto gestual como verbal. “No hay ningún video que compruebe esa acusación, fue un invento”, sostiene. El secretario general de Argentinos, Alejandro Roncoroni, agrega en ese punto: “Claro que estoy en contra del racismo, pero hay casos en que también puede ser usada como una excusa y un escudo por la policía brasileña para justificar la represión ilimitada que emprende contra el público extranjero, violando cualquier tipo de derecho”. Además de los hinchas, también las autoridades de Argentinos la pasaron mal en el Maracaná: “En el palco liberaron la zona, fue un sálvese quien pueda. Estábamos con mujeres y chicos y nos tuvimos que agarrar a trompadas. Si esta escalada de violencia sigue, creo que va a terminar con la prohibición del público visitante”, pronostica Roncoroni.

No todas las delegaciones extranjeras saben que en la ley brasileña hubo un cambio a partir del caso Vinicius y que las penas por el delito de racismo en espectáculos deportivos pasaron a ser de entre dos y cinco años de prisión. “Hasta el año pasado, alguien que imitaba a un mono o decía ‘negro’ a un grupo de hinchas en la tribuna no iba preso porque se consideraba ‘injuria racial’. Ahora, ese tipo de manifestación puede llevar a esa persona a la cárcel porque pasó a considerarse ‘crimen de racismo’”, contextualiza Bruno Rodrigues, periodista paulista.

Justamente en São Paulo, dos hinchas de otro equipo argentino, San Lorenzo, continúan detenidos acusados de racismo desde el cruce ante el São Paulo por la Sudamericana, el jueves 10. Según se constata en videos, uno de los simpatizantes imitó sostenidamente los movimientos de un mono y el otro realizó un gesto similar durante un puñado de segundos. Ambos fueron desviados a Itaí, una penitenciaría de máxima seguridad a 350 kilómetros de San Pablo, considerada la torre de Babel de las prisiones en el país, por lo que dirigentes de San Lorenzo volvieron esta semana a Brasil para agilizar una vía diplomática que derive en las liberación de los hinchas, que siguen incomunicados. El mes pasado, el preparador físico de Universitario de Perú, Sebastián Avellino, permaneció detenido 10 días en la ciudad tras simular un movimiento de gorila delante de hinchas de Corinthians durante un partido de primera fase de la Libertadores.

El secretario general de San Lorenzo, Miguel Mastrosimone, denuncia una espiral de violencia inusitada. “Soy dirigente del club desde hace 11 años y competimos internacionalmente en 9 de ellos. El maltrato que sufrimos en San Pablo no lo habíamos vivido nunca. A los dirigentes y familiares de jugadores, que estábamos en el palco, nos escupieron, nos tiraron hielo y nos filmaron todo el tiempo buscando una reacción”, sostiene. Alertados por la experiencia que habían sufrido otros equipos visitantes en Brasil, la dirigencia de San Lorenzo le pidió al consulado argentino que intermediara para que la policía paulista escoltara a los hinchas en su camino al estadio. Esa medida se cumplió, pero fue insuficiente para evitar, ya dentro del Morumbí, otra noche caótica.

El día previo, el miércoles 9, los hinchas de Estudiantes lanzaron denuncias durante su visita al Goiás, en el centro geográfico de Brasil, por la Sudamericana. Una simpatizante del club argentino, Mayra Villarreal, publicó en sus redes sociales que fue abusada por la policía local: “Nos tocaron hasta el alma. Nos hicieron desnudar y mostrar que no teníamos nada. Nos gritaban en el oído, nos agarraban del cuello”.

Por supuesto, la violencia no es excluyente de los estadios brasileños, ni los hinchas argentinos solo ocupan el rol de víctimas, más allá de que los hinchas de Boca también sufrieron primero una emboscada de fanáticos de Nacional en las calles de Montevideo y luego una golpiza de la policía uruguaya en el ingreso al estadio para el cruce de ida, el miércoles 2. Para la revancha, en la Bombonera el miércoles 9, la policía argentina destinó 1.150 efectivos, los mismos que trabajan en un superclásico contra River. En el recuerdo, fresco, estaba la batalla campal con la que se habían trenzado los hinchas de Boca y Colo-Colo en las calles aledañas al estadio, en Buenos Aires, al término del cruce por la primera fase, el 6 de junio.

La escalada de violencia se replicó en casi todos los partidos de octavos. En el Newell’s-Corinthians del martes 8 de agosto por la Sudamericana, hinchas del equipo rosarino quedaron atrapados debajo de una avalancha cuando barrabravas de su propio club abrieron un portón del estadio Marcelo Bielsa para ir en búsqueda de los simpatizantes brasileños. Aplastados entre sí mismos al pasar a la nueva tribuna, bajo riesgo de asfixia, la reacción de los propios argentinos evitó lo que pudo haber sido una tragedia. Mientras tanto, en cada visita a los estadios argentinos, los hinchas brasileños, chilenos y del resto de los países suelen quemar o romper billetes de 1.000 pesos –el de máxima circulación en el país- como una forma de provocación o burla ante la depreciación de su moneda.

La Conmebol, mientras tanto, se ampara en que los incidentes que ocurren fuera de los estadios, desde el anillo de seguridad ubicado a 100 metros de los accesos, escapan al control de los organizadores y corresponden al orden público de cada ciudad. El organismo con sede en Asunción es especialmente estricto con el uso de pirotecnia –en 2013, una bengala lanzada por un hincha de Corinthians mató a un simpatizante de San José de Oruro, en Bolivia- y expresiones racistas.

Mientras River sufrió para los octavos de final la clausura de la mitad de una de las tribunas del Monumental por gestos racistas, la Conmebol también suspendió durante la primera fase dos sectores del estadio de Colo-Colo por los incidentes ante Monagas, de Venezuela. “En todos los países hay problemas. Este año nos pasó con la policía peruana, que empezó a pegarnos de la nada, sin ningún motivo”, recuerda Yamila Milla, simpatizante de River, el partido que su equipo jugó ante Sporting Cristal en Lima en mayo, durante la primera fase de la Libertadores, cuando hinchas argentinos quedaron ensangrentados en medio del partido, otra de las postales de una Copa históricamente caliente pero pocas veces, o nunca, como este año.

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