El entorno urbano presenta posibles desencadenantes de dolencias psiquiátricas, aunque en el mundo rural también se sufren carencias.
Por El País
Con 14 años, Elena Briongos salió de Peñalba de Castro, un pequeño pueblo de la provincia de Burgos, para ir a estudiar a Barcelona. “Cuando tenía 18 años, estaba estudiando y trabajando como secretaria, viviendo lo que podía ser una adolescencia tardía, buscándome a mí misma”, cuenta Briongos, que ahora tiene 61 años. “Entonces fui a un encuentro de una semana en el que había un taller de mindfulness, terapias alternativas, yoga, baile, una serie de cosas que me sirvieron para encontrarme a mí misma”, recuerda. “Pero después, no pude controlar la vuelta a la vida normal y ahí empezó todo”. Tuvo un primer diagnóstico de esquizofrenia que años después le cambiaron a trastorno bipolar y comenzó una peregrinación por especialistas de Madrid y Barcelona. “Volví al pueblo con mis padres, labradores”.
Briongos cree que la ciudad ofrece muchas posibilidades, pero “uno se encuentra en el pueblo”. Después de siete ingresos, el último en el lejano 2003, se siente fuerte y ahora, como presidenta de la Federación Salud Mental Castilla y León, ayuda a otras personas con problemas parecidos al suyo. En Aranda de Duero ya cuentan con tres psiquiatras y han creado una sede en Huerta del Rey, un pueblo de mayor tamaño de la zona, donde reúnen a gente de localidades más pequeñas para realizar actividades juntos. “Cuando vas con una persona a tomar café y te conoce, se quita distancia y estigma, es una ventaja de los pueblos. Y si te pasa algo, alguien va a venir a tu casa”, apunta. “Pero también es más difícil romper el estigma de un diagnóstico, porque todo el mundo sabe quién eres”, reconoce.
Pero el encanto de las ciudades es grande y no parece en declive. Albert Einstein revolucionó la física desde Berna, Aretha Franklin fue descubierta para la música en una iglesia de Detroit y la Constitución española se negoció en Madrid. El mundo del futuro y la interpretación del pasado se crea en las ciudades, y lo hacen personas que se adaptan bien a ellas. La urbanización supone un aumento global de la riqueza y de las invenciones que siguen transformando el planeta, y los relatos de quienes triunfan en las ciudades agregan tirón a estas aglomeraciones humanas. Se estima que, en la próxima década, la población de las urbes de más de 10 millones de habitantes se multiplicará por cuatro y en 2050 el 68% de la humanidad vivirá en ciudades. Allí se reúnen los fuertes y los listos y los millones de actores secundarios de sus sueños.
Los beneficios de las ciudades no alcanzan a todos por igual. Un estudio reciente concluía que la misma élite que genera las innovaciones y la riqueza que da a las ciudades sus buenos números es también la que concentra los beneficios, con la mayoría de los urbanitas parcialmente excluidos de esa prosperidad. A esa desigualdad se une otro riesgo de esos motores del progreso: la salud mental.
Los estudios epidemiológicos suelen mostrar, en términos generales, que la salud mental es peor en las ciudades que en las zonas rurales. “Hay más trastornos afectivos, de ansiedad, pero sobre todo trastornos graves, como la esquizofrenia”, señala Jordi Alonso, director del Programa de Epidemiología y Salud Pública del Hospital del Mar, de Barcelona. “No encontramos diferencias en el uso de alcohol u otras sustancias y, en general, cuando se ajusta por factores socioeconómicos, no hay diferencias”, añade. Para explicar esa toxicidad urbana, se suele apuntar a la desigualdad, la marginalización, al estrés y la violencia, más frecuente en las ciudades. En el entorno rural, la cohesión social, que en algunos casos puede resultar opresiva para los diferentes, es un factor protector, igual que la proximidad del campo o la menor contaminación atmosférica o acústica.
En un análisis de 2020, liderado por Lydia Krabbendam, de la Universidad Libre de Ámsterdam, se planteaba una hipótesis evolutiva. Los humanos, tras cientos de miles de años de evolución en comunión con la naturaleza, se sienten fuera de lugar en entornos artificiales donde solo hay animales de su especie. La necesidad de atención dirigida desgasta las capacidades cognitivas, que necesitan contacto con el entorno natural para recuperarse, y, en comparación con el pasado, cuando nuestros ancestros vivían en grupos igualitarios donde todos eran próximos, la ciudad está repleta de gente con la que chocamos por la calle, pero que no conocemos de nada.
Jim van Os, uno de los autores del estudio, explicaba en una entrevista con EL PAÍS por qué en las ciudades se pueden encontrar factores de riesgo para algunas personas que sean protectores para otras: “Ser diferente es muy malo para la salud mental, porque necesitamos sentirnos vinculados con los demás. […] Toda nuestra biología está desarrollada por estar vinculado con los demás y, durante los primeros 10 años de vida, tienes un proceso de vinculación que te va a guiar las relaciones sociales y contigo mismo durante la vida”. Pero ser diferente puede significar cosas distintas en entornos distintos. Una persona homosexual puede sentirse más aislada en un pueblo que en una ciudad, y quizá para alguien llegado a París desde un pueblo de Senegal suceda lo contrario.
Factores que interactúan
En Tarragona, Ángel Urbina (57 años), que cuando estaba en la universidad recibió un diagnóstico de una enfermedad mental grave, ve inconvenientes a la ciudad, pero también ventajas. Como presidente de La Muralla, una asociación que forma parte de la Federació Salut Mental Catalunya, organiza encuentros a los que también asisten personas de pueblos cercanos. “Ellos tienen que coger un autobús y yo puedo ir andando, y pasa lo mismo con los servicios de salud”, apunta. Sin embargo, en momentos en los que se encuentra peor, las aglomeraciones y el ruido pueden convertirse en un problema. “Cuando tengo problemas, necesito tranquilidad, busco un parque o voy a la playa. El contacto con la gente me sienta mal y eso le pasa a mucha gente, te vuelves muy sensible al contacto con las personas y al estrés”, añade. Su opinión sobre el valor de la menor cohesión social de las ciudades también es ambivalente. “En una ciudad, si estás muy mal, es posible que nadie se entere e incluso puedas morir solo en casa, pero tampoco sufrimos el estigma que pueden imponer mentalidades antiguas en lugares donde todos te conocen. Aquí puedes entrar a un bar y nadie va a pensar que eres el loco del pueblo”, ejemplifica.
En 1939, Robert Faris y Warren Dunham publicaron un estudio sobre la distribución de los trastornos mentales en Chicago. Aquel trabajo pionero observó que a mayor densidad de población de los barrios y de proporción de población negra, más esquizofrenia. “No quedaba claro qué componente de la vida urbana aumentaba el riesgo, pero durante muchas décadas se aceptó que esto era así”, dice Gonzalo Martínez Alés, psiquiatra de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard. “Había una interpretación moralista, que identificaba la ciudad con el vicio y el ámbito rural con algo más bucólico”, explica. Pero después, a partir de la década de 1990, estudios en China vieron que la esquizofrenia era más frecuente en el ámbito rural, y siguieron apareciendo resultados aparentemente contradictorios por todo el mundo. Quizá no se trataba de la ciudad, sino de la pobreza; o había poblaciones más propensas a estas enfermedades que en la ciudad estaban expuestas a circunstancias que desencadenaban el trastorno latente.
“Tenemos pruebas de que el mayor riesgo de esquizofrenia entre los grupos de inmigrantes en Londres es inversamente proporcional al tamaño del grupo. Es decir, cuanto más pequeño es el grupo de inmigrantes, mayor es el riesgo adicional de esquizofrenia”, explica Guillermo Lahera, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Alcalá. Entre migrantes, se ha visto que las personas que se intentan integrar en la cultura a la que llegan sufren más que los que se relacionan principalmente con la gente de su país, con una red de contactos que le da la sensación de seguir formando parte de una mayoría, pese a estar lejos de casa. Lahera señala que estos resultados “tiene implicaciones urbanísticas y de organización social”, y propone tratar “de reducir los guetos aislados de minorías étnicas, favoreciendo la cohesión social multicultural frente a la fragmentación”.
Este tipo de planificación urbana que tiene en cuenta la salud mental ya se está llevando a cabo, al menos sobre el papel. Ester Higueras, especialista en urbanismo saludable de la Universidad Politécnica de Madrid, apunta que “hay una relación directa entre la percepción del verde y el bienestar”. “Incluso se recuperan antes las personas que en los hospitales ven espacios verdes a través de sus ventanas”, añade. Higueras es una de las autoras del informe Ciudad, urbanismo y salud encargado por el Gobierno de España, que ofrece pautas para crear entornos más favorables para la salud, también mental. Además de facilitar el acceso a espacios verdes, inciden en la necesidad de crear entornos en los que se pueda socializar o que estén protegidos del ruido. Los consejos coinciden con las consecuencias de la hipótesis que asocia la salud a entornos más parecidos a la naturaleza en la que surgieron los humanos y se apoyan en muchas evidencias. Un estudio en Madrid estimó que bajar un decibelio el ruido del tráfico evitaría 468 muertes prematuras al año. El estrés asociado al ruido incrementa el riesgo de aterosclerosis y también de dolencias psíquicas.
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