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Milei y el discurso como arma política

La palabra del presidente de Argentina encuentra su función no en los contenidos que expresa, sino en un formato que ejerce el poder intimidatorio de la violencia.

Por: Martín Kohan | El País

La forma y el contenido no son cosas separadas, la forma no es apenas un complemento que se adosa a la sustancia. Es claro en la literatura, pero también en lo que da a pensar cuando uno va más allá de ella. Entre forma y contenido no hay sino interacción, y hasta puede llegar a decirse que es la forma, la forma como tal, lo que termina por constituir el contenido.

Por eso es siempre interesante detenerse a analizar los aspectos formales de los discursos políticos, porque son claves en su configuración y lo son en su eventual eficacia. Ya se trate de la lectura del significante propuesta por Roman Jakobson a propósito del I like Ike de la campaña electoral de Eisenhower, ya se trate del análisis de la función de los eufemismos en La lengua del Tercer Reich por parte de Victor Klemperer, contamos con una admirable tradición de estudios críticos del discurso político que han detectado que es en la forma donde se juegan ciertos factores por demás determinantes.

En el caso de Javier Milei, actual jefe de Estado argentino, pueden resultar especialmente necesarios los abordajes de esta índole. Porque lo de Milei es ante todo una forma, si es que no, en más de un caso, solamente una forma. Los contenidos muy a menudo se diluyen por inconsistencia, se ahuecan en su banalidad, derrapan en lo sin fundamento, incurren en contradicción o son lisa y llanamente mentiras. Es en la forma donde está el asunto, lo que busca y lo que encuentra: el poder intimidatorio de la violencia, la virulencia desencajada del iracundo que convoca iracundos, la descarga de rencor del enconado, las ínfulas del megalómano, los brillos místicos de la irrealidad.

Es así que Milei pudo, por ejemplo, acusar a Donald Trump de socialista, y luego reivindicarlo como uno de los dos grandes líderes mundiales (el otro, claro, es él mismo) de la defensa de la libertad. O declarar por caso que no hablaría jamás con los chinos, asesinos de millones, enemigos de la libertad, y luego disponerse a dialogar con ellos, interlocutores gratos y razonables. El viraje tan brutal de contenidos, aunque del orden de lo ridículo, no afecta lo sustancial, porque en esto lo sustancial es la forma: siempre drástico, categórico, asertivo; siempre absoluto, siempre tajante, siempre agresivo; siempre arbitrario, siempre juez, siempre verdugo.

Javier Milei reversionó la historia argentina a su antojo; le prometió un futuro al país; colmó el presente de sufrimientos sociales (con despidos y recortes y cercenamiento feroz de derechos). La forma narrativa es clara, y responde a una matriz religiosa. Dice que hubo un paraíso perdido en el pasado, el Edén de una Argentina que fue primera potencia mundial. Y dice que habrá un futuro en el que se restablecerá ese paraíso y la Argentina será primera potencia de nuevo (la estimación temporal es lábil: dentro de 20, dentro de 30, dentro de 45 años). Pero como no hay redención sin sacrificio, antes es preciso inmolarse, primero hay que padecer.

Desde el punto de vista del contenido, el relato se cae a pedazos: Argentina no fue nunca la primera potencia mundial, eso es simplemente mentira; nada indica que vaya a serlo en el porvenir, porque no es su destino ni tampoco su marca de origen. Y el sufrimiento en el presente, tan patente como es, no es parejo ni proporcionado y repele toda equidad social. Es en la forma de este relato donde radica en verdad su poder, que fue el poder de suscitar esperanzas (esperanzas que en unos cuantos aún persisten) y, tanto más, el de inducir a soportar perjuicios (los más perjudicados se dicen a veces: “Él avisó que iba a ser duro”). Lo que va a darle su verdadero sostén al contenido vacuo, errático, endeble, no es sino su formato narrativo: el del mesianismo (del que el propio Milei tal vez participa, si es que cree de veras, como aseveró, que él es la reencarnación de Moisés y su hermana Karina lo es de Aarón). En su núcleo anida porfiado, más que nada como efecto retórico, un factor difuso y místico: las invocadas “fuerzas del cielo”, en las que parece que hay que creer o creer.

Las formas de la violencia son constantes en Milei. No pasa casi un día en el país sin que el Presidente de la República agravie, rebaje, denigre públicamente a alguien. Los contenidos pueden variar; van de los insultos directos a la maceración sombría de escabrosas figuraciones sexuales, en las que sin mayor pudor se regodea. La clave, claro, está en las formas, porque una vez traspasada a las formas, la violencia tiende a estabilizarse y a naturalizarse. Es sabido que existieron condiciones previas, y extendidas por doquier, en cuanto a los medios tecnológicos y la circulación de discursos en el espacio social de este tiempo; pero Milei es uno de los que mejor parece haber encajado en tales condiciones. Nos hemos habituado al espectáculo cotidiano de la defenestración en masa. No pasamos demasiado tiempo sin que nos toque al menos presenciar una escena de vituperación, de difamación, de basureo. Lo nuevo no es que eso pase, sino el modo en que se extendió y nos acostumbramos. Se integró a una rara rutina que, no obstante, nos fatiga y nos aflige.

Milei practica la denigración de continuo: en efecto, ya es su forma, y obtiene cierta adhesión por identificación. Pero esa forma se combinó además con un rasgo no menos extendido y no menos preocupante, que es la disposición a dejarse denigrar por él. Ahí está la opositora a la que acusó de haber asesinado niños y hoy es su ministra; ahí están los legisladores a los que rebajó llamándolos ratas, levantan la mano en la Cámara si él los presiona para que lo hagan; ahí están los opositores con cuya sodomización sin consentimiento fantasea sin cesar el jefe de Estado argentino, dejándose decir, dejándose defenestrar.

Son formas, sí, son formas. Que definen todo un estado de cosas. El de una sociedad que, al menos en parte, y al menos por momentos, se amolda a su denigración, se conforma literalmente con ella. La retórica de la denigración, coagulada como forma, aceita el acostumbramiento a un sentirse sin dignidad. ¿Y no es acaso este sentirse sin dignidad una de las condiciones de posibilidad de las políticas de gobierno que amplían y profundizan los padecimientos sociales, sobre todo de los que previamente más padecían, de los propósitos incluso declarados de vaciar financieramente el área de salud o el área de educación, de la desatención en el suministro de alimentos a los comedores populares, de los despidos en masa de trabajadores (y luego su celebración sarcástica), de la quita de derechos elementales (alegando que son privilegios), de las arremetidas de descalificación contra las políticas culturales? Sentirse sin dignidad, sentir que no se merece otra cosa. Las formas de la violencia en el discurso, las formas de denigración en el decir, encuentran así una función política tan relevante como penosa.

Javier Milei les ha respondido a quienes otorgan cierta importancia a las formas: lo hizo llamándoles imbéciles. En el contenido, creyó contrarrestarlos. Pero en la forma, en la inexorable forma, no hizo sino darles la razón.


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