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Redes sociales y una generación perdida

Por: Francisco Santos | Infobae

Hace unos días, en Ciudad de México, vi una familia entrar a un restaurante, los padres y tres hijos, de unos 10, 8 y 6 años, que llevaban un iPad en sus manos. El futuro de estos niños para enfrentar el mundo no es muy promisorio, pero no son los únicos. Ya hay una generación perdida por cuenta de los teléfonos inteligentes, las redes sociales y la sobreprotección de los padres.

Lo que hoy vemos en todos lados, niños y padres pegados a un teléfono inteligente, está cambiando la configuración del cerebro y, por ende, la capacidad de los niños y, obvio, luego de los jóvenes, para enfrentar el mundo. 

Por casualidad me topé con un libro que mi hijo Gabriel, con dos hijas, de 3 años y 6 meses, había comprado, The Anxious Generation, de Jonathan Haidt. No pude parar de leerlo, pues, con toda la ciencia posible, explica cómo, lo que hoy vemos en todos lados, niños y padres -y me incluyo- pegados a un teléfono inteligente, está cambiando la configuración del cerebro y, por ende, la capacidad de los niños y, obvio, luego de los jóvenes, para enfrentar el mundo. La crisis mental, con el aumento de suicidios, depresión y ansiedad que hoy viven los jóvenes, es muy grave.

Pero no se queda solo en el diagnóstico de lo que hoy sucede masivamente en los países, también da unas soluciones urgentes que deben aplicar las sociedades, los gobiernos, los padres y las empresas de redes sociales, que en su negocio utilizan las debilidades de los cerebros en desarrollo para crear adicciones que llevan a la crisis antes mencionada.

Los números son aterradores. Unos ejemplos. El índice de niñas y adolescentes deprimidas en Estados Unidos pasó de 14 por ciento en el 2006 a 24 por ciento en el 2018; y en los jóvenes, de 5 a 10 por ciento en el mismo lapso. Facebook comenzó en el 2004 e Instagram en el 2010. Los episodios de auto lesiones en el Reino Unido en adolescentes entre los 13 y los 16 años subió un 78 % en mujeres y un 134 % en hombres entre el 2010 y el 2018. No es cualquier bobada, y estudios en todo el mundo muestran la misma tendencia.

Todo empieza años antes, cuando los padres comienzan a sobreproteger a los hijos y ver peligros en todos lados. Yo recuerdo cuando niño y joven vivía en la calle, tomaba bus público cuando me dejaba el del colegio, me subía a cuanto árbol me topaba, montaba en bicicleta por la calle y tomaba buseta para visitar a la novia en el colegio. Hoy, muchos niños viven una vida encerrada o muy limitada por el pánico de los padres. Esa formación que recibimos con libertad hoy muchos niños la tienen muy restringida.

Esas restricciones de infancia de juegos en libertad, que desde el 2010 fue reemplazada por una infancia de teléfono, en un momento clave del desarrollo cerebral, les limitó construir conexión, confianza, entendimiento del riesgo, empatía. La aparición de redes sociales y los teléfonos inteligentes a partir del 2012 multiplicó estas condiciones y tuvo muchísimas consecuencias en el desarrollo normal de la autoestima, de la seguridad y de la interacción en grupos, entre otros efectos.

En esa edad, escribe el autor, el cerebro tiene dos subsistemas que se desarrollan: el del descubrimiento y el del peligro. Los nacidos después de 1995, cuando la sobreprotección se dispara en nuestras sociedades, desarrollan más el del peligro y eso genera ansiedad. La falta de riesgo o de explorar en la infancia tiene ese efecto lo que genera jóvenes frágiles y adultos temerosos.

En la adolescencia, el cerebro genera unas conexiones a una gran velocidad, con base en las experiencias personales. Este tema de la sobreprotección bloquea esas experiencias, les disminuye el sentido de tomar riesgos y administrarlos. Los teléfonos inteligentes, dice Haidt, son otro mecanismo de bloqueo que genera una reducción de toda otra forma de experimentación, la normal de una vida sin este aparato, que el cerebro necesita y que fue producto de millones de años de evolución de los mamíferos en general y de los primates en especial. Esta nueva etapa del desarrollo condicionado por la sobreprotección, los teléfonos inteligentes y las redes son la causa de esta bomba de tiempo.

Muchos jóvenes según estudios, y los adultos también, pero ese es otro tema, pasan alrededor de 7 horas en un teléfono o una tablet, los efectos son brutales. El primero es la privación social. Los adolescentes americanos bajaron el tiempo con amigos de 122 minutos a 67 al día entre el 2012 y el 2019. El segundo efecto es la pérdida del sueño, con sus efectos ampliamente estudiados: depresión, ansiedad, irritabilidad, déficit cognitivo y ser más propensos a los accidentes. La tercera es la atención fragmentada, con los cientos de notificaciones diarias, que impiden al joven mantenerse en un camino, terminar una tarea, ser un buen ejecutor. La cuarta es la adicción, que vemos a diario en jóvenes y adultos, pero que en los menores produce “irritabilidad, ansiedad, insomnio y disforia”.

Este panorama aterrador tiene una implicación más grave para las adolescentes. Los estudios muestran que jóvenes con un uso alto de redes sociales tienen tres veces más posibilidades de depresión que las que no lo son. ¿La razones? Las adolescentes son más sensibles a la comparación visual y de esto se deriva que la agresión y la frustración se exprese en intentos de hacer daño a la reputación y las relaciones de otras, lo que amplifica el impacto, mientras en los hombres la respuesta es más física. Además, las niñas, las adolescentes y las mujeres son más propensas a compartir sus emociones, lo que igualmente en edades vulnerables lleva a influir en el desarrollo de depresión y ansiedad en otras mujeres. Finalmente, las redes sociales facilitan la capacidad de hombres mayores de asechar adolescentes poniéndolas en riesgo.

Los hombres y los jóvenes no se salvan. El acceso a la pornografía cambió su apreciación del sexo sin tener que desarrollar toda la adaptabilidad social normal para entenderlo, también generó un aumento en la depresión, la ansiedad y la soledad disminuyendo su conexión personal con otros de su edad. Jóvenes que maduran en sus cuartos con videojuegos son ya una epidemia -7 por ciento son adictos- y, en vez de tener esos grupos de amigos donde hay solidaridad, empatía, respeto, límites, tienen grupos fluidos, virtuales, donde no existe este desarrollo de sentimientos.

Desafortunadamente los gobiernos es poco lo que han hecho y las empresas de redes sociales estudian a los jóvenes para aprovechar sus debilidades y volverlos adictos a su red. Pero hay mucho por hacer, y en su libro Jonathan Haidt propone muchas políticas.

En términos del uso de los teléfonos inteligentes y las redes sociales propone cuatro cosas con las que estoy totalmente de acuerdo: ningún niño debe tener un teléfono o una tablet inteligente antes de los 15 años, es decir, noveno grado, o, cuando yo estudiaba, tercero de bachillerato. Ningún joven debe tener redes sociales antes de los 16 años. Los colegios deben ser libres de teléfonos. Finalmente, ampliar el juego sin supervisión de los niños y acabar esa sobreprotección con la que empezó esta crisis. El libro explica con toda profundidad porque estas cuatro medidas son fundamentales. Una de las razones es que esa adicción y muchos de los problemas que generan en materia de suicidio, depresión y ansiedad se disminuyen dramáticamente cuando se elimina el factor fundamental, que es el uso de los teléfonos inteligentes y las redes sociales.

Los dueños de las redes sociales como TikTok, Instagram, Facebook y otras deben hacer su parte, como facilitar que los padres puedan poner verificación de edad y limitar ese acceso, y que ellos mismos se encarguen de esa verificación. Los gobiernos deben legislar al respecto, pero finalmente es una decisión de familia y de los grupos de padres que deben asumir esa responsabilidad.

Es fácil entregar un tablet o un teléfono a un niño para no tener que ocuparse de su crianza. Mi esposa y yo no les dimos a los hijos estos aparatos hasta los 17 años, y eso que aún no se sabía de los efectos, pues las redes sociales apenas estaban comenzando. Lo de los colegios comienza a calar y ya en Bogotá un asociación de 27 colegios internacionales prohibió el teléfono y es obligatorio dejarlo en la casa. Felicitaciones a esos rectores y a esos padres de familia por dar ese ejemplo. Hay muchas otras cosas que se pueden hacer, como ampliar recreos para mejorar lo que se deteriora durante los momentos de uso extremo de esa tecnología por fuera del colegio. La mejora en la calidad académica, los resultados de los alumnos y el bienestar mental está documentada.

Todo padre debe leer este libro, The Anxious Generation, de Jonathan Haidt. Es un campanazo de alerta y un llamado a la acción. Basado en ciencia y en estudios muestra una crisis que se puede resolver. Pero hay que actuar ya.

Las opiniones expresadas de los “columnistas” en los artículos de opinión, son de responsabilidad exclusiva de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de Diario El Mundo.

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