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Ruido, incivilidad y migración en Chile

Chile se debatió la propuesta de ley para incorporar los ruidos molestos como causales de sanciones migratorias.

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El pasado 18 de diciembre se celebró el Día Internacional del Migrante que, según la ONU, busca “resaltar las inestimables contribuciones de millones de migrantes en todo el mundo, y sirve para poner de relieve el entorno cada vez más complejo en el que se produce la migración”.

Por Ciper Chile

Esa misma semana en Chile se debatió la propuesta de ley para incorporar los ruidos molestos como causales de sanciones migratorias. Al considerarlas un agravio cívico y una manifestación de conducta antisocial, las expresiones sónicas de nuestra desconsiderada conducta podrían ser usadas como agravantes para revocar nuestras residencias permanentes o dificultar su obtención. Tal propuesta de instrumentalización de los ruidos molestos se erige sobre la suposición de que los extranjeros somos “más ruidosos” que los habitantes tradicionales de Chile.

Al así hacerlo, valida una percepción de que nuestras maneras de sonar son más molestas que las de aquéllos y que las maneras de escuchar de los locales son más legítimas. Es evidente el modo en cómo este tipo de imputaciones tienen el potencial de exacerbar actitudes xenófobas y racistas, por ello las críticas a la propuesta no se hicieron esperar: no solo los extranjeros incidimos en la generación de sonidos molestos, pero hay en el fenómeno migratorio un poder tácito que valida unas formas de escuchar por encima de otras.

Uno de los problemas de la propuesta es que al enfatizar quien suena, pasa por alto lo que molesta a quien escucha. Y si bien pareciera una obviedad -se busca castigar a quien molesta y no a quien padece el daño- el problema de fondo es que lo que alguien percibe como ruido no es algo que pueda determinarse de manera objetiva. Justamente por ello, los indicadores de volumen han sido insuficientes para dirimir los conflictos entre vecinos provocados por las músicas a deshoras, el lugar en que se les disfruta o la manera en cómo la reciente migración usa las calles, plazas y playas para escuchar y compartir sus músicas.

Entonces, si el ruido es un tema de convivencia es porque los sonidos son un fuerte elemento de vinculación social y hacen evidente con quiénes y en qué maneras compartimos los espacios en los que co-existimos. También hacen audible las maneras como nos diferenciamos unos de otros al sonar y escucharnos. Se trata pues de un asunto territorial, de un asunto intersubjetivo y del modo en que se ejerce el poder para determinar qué es lo que legítimamente se puede hacer en el espacio habitado y cuándo. En otras palabras: el sonido nos hace tomar consciencia de los vínculos sociales y las relaciones de interdependencia que sostenemos en los espacios que co-habitamos.

En tanto problema territorial, los sonidos indeseados (recordemos que no son molestos por sí mismos, sino que alguien se ha molestado al escucharlos) se convierten un problema en zonas densamente pobladas y de pobre infraestructura urbana; no así en zonas en donde las construcciones están hechas de sólidos materiales absorbentes, donde la gente goza de amplias extensiones de área per cápita, o cuyas casas tienen frondosos jardines y calles arboladas que sirven como amortiguadores acústicos. Ahí, las externalidades de la urbanización se han reducido al máximo y la vinculación con los vecinos también se ha reducido a lo imperceptible. Pero volvamos a los territorios sónicos en disputa.

El ruido ha sido usado para denominar una percepción subjetiva de la molestia que genera perder control sobre los sonidos. Históricamente, se ha llamado “ruidosos” a personas a quienes se busca marcar como inferiores dentro del modelo civilizatorio. Sin embargo, hay muchos elementos contextuales que nos hacen percibir algo como ruido: por ejemplo, la potencia a la que algo suena, la hora a la suena, o lo que se desea hacer mientras eso suena; por ejemplo, dormir, estudiar o leer.

Los sonidos molestos, entonces, delatan las afectaciones y transformaciones de un espacio que se considera propio y de nadie más, sea este físico o subjetivo. Es ahí en dónde reside la molestia. Personalmente, me incomoda que los trasnochados viajeros estemos obligados a escuchar las sinfonías de Beethoven cada vez que entramos a Chile por el aeropuerto Arturo Merino Benítez. Se trata de una imposición sónica inescapable. Me ocurre lo mismo con los omnipresentes televisores en cualquier restaurante, con la música pop incesante en las tiendas de moda, con las voces altisonantes de entusiastas promotores en las tiendas de retail, o con los predicadores que con megáfonos ocupan todo el espacio sónico de la Plaza de Armas. Sin embargo, pareciera que cuando la fuente de estos sonidos es un habitante local, su volumen, persistencia o impertinencia no suscitara un problema. ¿Cuál es entonces el problema?

Con lo que estamos lidiando es, por un lado, con percepciones contrastantes de lo que es y para lo que se usa el espacio público, y por otro, con el asunto de quién ostenta la escucha legítima. Así, si para algunos oídos locales el espacio público es percibido como un lugar que se debe regular y ordenar para hacer más tranquilos y eficientes los traslados hacia los entornos laborales, para otros, las calles, las plazas y los parques han sido vividos como un nicho natural para encontrarse y reconocerse, para convivir, para bailar o para comunicarse. Incluso, en sociedades históricamente sometidas a un alto control del Estado o a persecución ideológica -tal es el caso de las dictaduras del Cono Sur- la convivencia migró a los espacios cerrados, cuando no se realizó de manera clandestina. Es posible entonces que para algunos oídos chilenos, el silencio y el recato nocturno sea incluso valorado como un factor de autoprotección e incluso de sobrevivencia. Para otros es un signo de desolación y falta de ánimo.

La lógica de los contrastes se extiende a zonas fuera de la gran urbe: si para algunos las playas son un espacio de descanso, contemplación del paisaje o provocación poética, para otros provenientes de costas más cálidas, esos mismos espacios han sido una invitación a la fiesta, al baile, el bullicio y al desparpajo que reconocemos como liberador. En ambos casos se está dirimiendo aquello que es bueno y valioso para vivir mejor. También en juego está si la idea de “vivir mejor” consiste en estar cada vez más juntos o cada vez más alejados. Si debemos o no escucharnos unos a otros.

El punto en disputa es que esos “sonidos intrusos” que se cuelan sin invitación por nuestras ventanas, han sido ligados a la molestia que causamos los extranjeros en el oído del habitante tradicional chileno. El que algunos sonidos nos parezcan molestos, inoportunos o “poco cívicos”, se debe en gran medida a cómo cada cual hemos aprendido a nombrarlos y a cómo hemos querido percibir a quienes los generan. Las cosas se complican cuando reconocemos que las valoraciones que hacemos de distintos géneros musicales y a sus públicos, están determinadas por prejuicios de clase, raza, género y edad, que se recrudecen más aún con la información visual de los cuerpos que escuchan y gozan dichas músicas. Las músicas que escuchamos, los lugares en que lo hacemos y lo que hacemos con nuestros cuerpos mientras escuchamos los nuevos habitantes de Santiago, evidencian nuestra presencia donde antes no estábamos y hacen plausibles los cambios que Chile atraviesa por efecto de la migración.

La asociación de la migración con “los ruidos molestos” complejiza el problema a uno de convivencia intercultural, cuya gestión ha sido históricamente difícil en Chile. Se trata entonces de un conflicto entre el deseo hegemónico de asimilación cultural y la resistencia natural que los migrantes oponemos ante ello. Basta observar cómo se naturaliza la suposición de que, si somos nosotros los que migramos a Chile, los extranjeros debemos “acatar sus normas”, dejar de sonar como sonamos, dejar de hablar como lo hacemos (en otras circunstancias detallaría una diatriba en la feria debido a que pedí un aguacate y no una palta); y en suma, agradecer que nos hayan hecho un espacio en su territorio. Tales apreciaciones desestiman que la migración es un derecho humano y no un favor. También, por cierto, hacen oídos sordos a los aportes que, como reconoce la ONU, hacemos a esta sociedad.

En cualquier caso, la ventaja de escuchar tales conflictos con una voluntad que trascienda lo punitivo es que permite reconocer en los sonidos y sus procesos de escucha un terreno de análisis social. Por otro lado, nos recuerda que acoger a grandes masas migratorias es siempre un desafío intercultural para cualquier sociedad. Uno que sin duda trae consigo mayores beneficios que perjuicios. Escuchemos pues tales disonancias y prestemos la atención que merecen para ser resueltas y así aprender a vivir juntos.

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