La salida de depósitos es el flanco débil de la banca de EE UU, pero no es un fenómeno fruto de la tecnología ni mucho menos inevitable.
Por El País
Dentro de pocos días se cumplirá un año de la caída del Silicon Valley Bank, en lo que fue probablemente el colapso más rápido de una entidad financiera. El 8 de marzo de 2023 la entidad anunció números rojos de 1.800 millones de dólares al vender a pérdida buena parte de su cartera de deuda pública. En paralelo anunció una ampliación de capital de 2.200 millones de dólares para fortalecer el balance de la entidad, si bien la pérdida suponía apenas el 1% de los activos del banco.
Hasta ese momento ni la acción ni el bono de Silicon Valley Bank sirvieron de predictor: la acción cotizaba en 262 dólares; había caído el 20% en un mes, pero estaba por encima de los niveles de enero. La deuda senior cotizaba al 96% del nominal. Pero el anuncio abrió la caja de los truenos a una velocidad endiablada.
Al día siguiente la acción abrió con una caída del 60%, y el desplome aceleró la salida de depósitos. La fuga de dinero, obviamente, no se frenó sino que se aceleró. El día de 10 marzo la administración federal de depósitos, la FDIC, intervino el banco. Para el 13, todos los depósitos fueron transferidos a la FDIC. En apenas un día había salido el 25% del pasivo (unos 40.000 millones de dólares) y la entidad tenía órdenes para reembolsar un 62% en el día siguiente.
Que un banco pasara de un estado normal al colapso en apenas 48 horas rompió los esquemas del mundo financiero, y rápidamente se creó un estado de opinión para explicar el fenómeno: las redes sociales. La versión digital del boca a boca prendió la mecha y las aplicaciones para transferir dinero desde el móvil habrían hecho el resto. Una lectura cómoda que no incidía en la laxa supervisión a la que estaba sujeto el banco. Tampoco casa con el perfil de la entidad ni, de hecho, con el sentido común. Primero, porque si las redes sociales fueran predictor o generador de eventos, la banca, y el mundo en general, habría implosionado hace tiempo. Y, en segundo lugar, porque cuando hay miedo a que un banco colapse, la prioridad es saber si hay que sacar el dinero y, en todo caso, tomar la decisión. Airearla no es, en este contexto, prioritario.
Hace poco más de 10 años afloró el mayor índice de riesgo financiero conocido: las preguntas de café. En plena crisis del euro el gran interrogante entre los ciudadanos con ahorros era si había que sacar el dinero al extranjero. La pregunta era más frecuente, pero no exclusiva, entre la minoría de personas con más de 100.000 euros de ahorros, y probablemente fuera formulada a algunos de los lectores de esta columna (doy fe de que quien la escribe la escuchó en numerosas ocasiones).
Cabría pensar que esta fuga de depósitos provocó la catástrofe financiera de 2012 en España. Pero no fue así, o solo a medias. De acuerdo con datos de la entidad, en 2012 (año del rescate) perdió unos 23.000 millones de euros en depósitos de residentes, pasando de 128.100 a 105.635 millones de euros. No fueron los particulares preocupados los que torcieron el brazo a la banca española, sino los inversores institucionales. La banca cerró el grifo de los préstamos interbancarios y el sector se vio obligado a acudir al BCE: la apelación de la banca española al BCE se disparó hasta los 388.000 millones de euros en agosto de 2012, cinco veces más que un año antes. La caída de los depósitos explica menos de un tercio de las nuevas necesidades de liquidez, teniendo en cuenta que la saluda de pasivo en ese año no llegó a los 100.000 millones, según Banco de España.
Nada muy distinto de Silicon Valley Bank. Por más que las redes sociales aparecieran con asiduidad en los comentarios, la realidad es más prosaica, y tiene mucho que ver con un puñado de grandes cuentas y poco con padres y madres sacando depósitos desde el móvil después de consultar Twitter. Un puñado de fondos de capital riesgo, firmas de criptoactivos y tecnológicas; en torno al 90% de los depósitos del banco estaban por encima de la garantía pública (250.000 dólares), con un buen número de clientes con cuentas de nueve o más dígitos.
“Al parecer, los depositantes de Silicon Valley Bank recibieron consejos de sus inversores de capital riesgo para retirar fondos y se comunicaron entre sí durante la corrida, aprovechando las conexiones preexistentes entre ellos”, según un informe de la Fed de San Luis. Otros informes han apuntado a los sistemas de mensajería financiera como el canal de comunicación por el que se extendió el pánico. Nada nuevo bajo el sol: pensar que los inversores se enteran de las noticias en pie de igualdad y en plataformas públicas es conocer el mercado bastante poco. El dinero institucional siempre se mueve el primero; lo contrario diría más bien poco de la profesionalidad del sector. Pasó con Silicon Valley, en la crisis del euro y en la gran crisis financiera.
Tampoco la tecnología ha cambiado tanto. Como recuerda este estudio, el banco Continental Illinois registró el primer colapso silencioso en 1984: la entidad había sido pionera a la hora de facilitar las transacciones electrónicas al conjunto de sus clientes (no solo a los profesionales): mientras las oficinas de la entidad estaban en calma, la sala de transacciones electrónicas era presa del pánico. El banco cayó en 7 días hábiles.
Por eso las medidas que plantean los supervisores, un año después de la catástrofe, son tirando a tradicionales. El supervisor federal de la banca (comptroller of the currency) dependiente del Tesoro de EE UU ha lanzado varias propuestas. Una de ellas es obligar a que los bancos operen al menos una vez al año con la ventanilla de emergencia de la Fed, una facilidad que es considerada un estigma en el sector y que, por este motivo, los bancos son reticentes a usar precisamente para no desatar el pánico que se espera prevenir. Silicon Valley Bank ni siquiera tenía acceso a esta ventanilla.
También está sobre la mesa obligar a que las entidades tengan una determinada cantidad de liquidez para atender peticiones de depositantes. O, incluso, mantener suficiente colateral en el banco central para cubrir los depósitos no asegurados. La crisis de Silicon Valley Bank, el contagio a otros bancos regionales, la caída de Credit Suisse y el foco del mercado sobre el New York Community Bank están mostrando que, al menos hoy por hoy, el riesgo de liquidez de los bancos parece más difícil de manejar que el riesgo de solvencia.
El BCE ha insistido (con razón) en que los criterios de supervisión son más sólidos en la eurozona (la autoridad bancaria supervisa la cobertura de liquidez, las fuentes de financiación y el riesgo de tipos de interés). El deterioro del capital, la incapacidad de absorber pérdidas, era la guerra que tenía que librar el sector financiero en tiempos de resaca inmobiliaria, y la que podría tener que afrontar en el futuro. Hoy la batalla está en otro sitio, pero no es nueva en absoluto.