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Un padre débil y una madre joven y decidida: la infancia sobreprotegida de Freud que marcó su pensamiento

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Uno de los más conocidos retratos del padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, con un cigarro (Photo by Library of Congress/Corbis/VCG via Getty Images)

 

El 6 de mayo de 1856 llegaba a este mundo Sigismund Schlomo Freud, quien con los años se convertiría en uno de los médicos más famosos de la historia y también el más controvertido (lo que ya es mucho decir). Aunque Viena fue la ciudad de sus éxitos, Sigmund nació en Freiber, Moravia, por entonces parte del imperio austrohúngaro, pero que hoy pertenece a la República Checa.

Por infobae.com

Fue el primero de los ocho hijos del matrimonio entre Jakob Koloman Freud –un comerciante de lanas que ya tenía dos hijos de un matrimonio previo– y Amalia Malka Nathansohn –veinte años más joven–.

Jakob había nacido en 1815 en Lodomeria (actualmente Ucrania). Justamente allí se había desarrollado el movimiento del judaísmo Hasídico –de tendencias ultraconservadoras al que pertenecían los ancestros de Freud–, aunque Jakob solía definirse como “Haskalá”, un movimiento intelectual promotor del la libertad de pensamiento y la adopción de nuevos valores. El hermanastro mayor de Sigismund tuvo un hijo poco después de su nacimiento. Juan –así se llamaba el juvenil tío de Freud– fue su compañero de juegos en la infancia y amigo de toda la vida.

Los abuelos maternos de Freud, Jacob Nathanson y Sara Wilenz, eran oriundos de Odessa, Ucrania. De los 8 hijos de Amalia, el segundo murió a poco de nacer (Julius) y cinco de ellos (Regina, Maria, Esther, Pauline y Alexander) murieron durante la Segunda Guerra Mundial en ghettos o campos de concentración. La única que se salvó y sobrevivió a su hermano fue Anna casada con Ely Bernays, quien también era el hermano de Martha, esposa de Sigmund. El matrimonio Bernays-Freud migró a Estados Unidos donde un de sus hijos, Edward, célebre sociólogo y publicista, no solo difundió las ideas de su tío sino que las aplicó al manejo de las masas y los medios (su campaña para que las mujeres fumen, basada en las proyecciones fálicas propuestas por su tío Sigmund fue un hito en la historia de las campañas publicitarias). Vale destacar que uno de los nietos de Freud fue el célebre artista Lucian Freud, representante de la escuela figurativa inglesa.

El neurólogo gales Ernest Jones, amigo y discípulo de Freud, conoció a los padres del psicoanalista. Según Jones, Jakob era un optimista empedernido. Sigmund decía de su padre que era una mezcla de “profunda sabiduría y fantasioso desenfado”. Lo que le molestaba de Jakob a su hijo, era su docilidad (por no decir cobardía) ante las agresiones antisemitas.

El mismo Jones opinaba que Amalia era inteligente, de fuerte temperamento, presumida pero siempre de buen humor. Entre madre e hijo se creó un fuerte vínculo, especialmente después de la muerte de su hermano menor. Ambos se idealizaban y Freud declaraba que su relación madre/hijo “era la más perfecta, la más libre de ambivalencia de las relaciones humanas”. No en vano Amalia llamaba a su hijo “mi Sigi de oro” (“mein goldener Sigi”).

En la debilidad del padre quizás debamos buscar el espíritu combativo de Freud que lo llevó a defender sus teorías (como la de Edipo, la sexualidad en la infancia y la teoría de los sueños, entre muchas otras) con extraordinaria vehemencia.

El mismo Jones atribuía a su amigo la búsqueda de una figura paterna fuerte en colegas y profesores como Ernst Brücke y Josef Breuer, el médico que con “la cura catártica por la palabra” inspiraría a Freud el psicoanálisis.

Con el tiempo Sigismund se convirtió en Sigmund, y el Schlomo desapareció, un nombre típicamente judío que Freud prefería dejar en el olvido.

Estos eran los progenitores del psiquiatra que convirtió a la infancia en una sucesión de experiencias eróticas entre las que se encontraba este “aggiornamiento” de una tragedia griega, el complejo de Edipo.

Freud era una persona muy culta y leída (en gran parte influenciado por su madre), un especialista en los clásicos que volcó con oportunismo publicitario en sus teorías. No en vano recibió el Premio Goethe por su contribución a la literatura alemana.

Sus teorías sobre la sexualidad infantil, asesinatos imaginarios a progenitores, castración y la actividad onírica como fluir del inconsciente, generaron adhesiones y rechazos. El primero en abandonar la nave del psicoanálisis fue, justamente, su maestro, el Dr. Breuer, quien discrepaba sobre el énfasis que Freud ponía en la sexualidad infantil. No sería el último, pues muchos de sus discípulos (como Carl Gustavo Jung y Wilhelm Reich) discreparon con algunas de las teorías freudianas que no se ajustaban a sus criterios o a los cánones de las investigaciones científicas y menos aun, a las estadísticas.

Freud estableció una dialéctica como mecanismo para interpretar los fenómenos psicológicos, instrumentos necesarios para analizar las pulsiones en forma coherente, aunque “coherencia” no es sinónimo de “consistencia” ni “científico”.

Esta dialéctica captada intuitivamente se ha convertido en un filtro de nuestra realidad y hoy es usada aun en los diálogos de la vida diaria, como psicología barata o terapia de cafetín. En una de sus cartas con Einstein, éste le advertía que cualquiera podría opinar sobre sus teorías, cosa que era más difícil en el caso del físico (aunque también Einstein tuvo amargos debates con colegas que llegaron a acusarlo de “plagio judío” frente a la física aria de Philipp Lenard y Johannes Stark).

A pesar de sus imprecisiones teñidas por el recuerdo de una infancia idílica marcada por el afecto exagerado y la sobreprotección de su madre, Sigmund se ha convertido en uno de los médicos y pensadores más importantes y revolucionarios del siglo XX, hecho que no implica que tenga razón en todo lo que postuló.

Sus conceptos terapéuticos son anteriores a la tecnología y a la farmacología de la que hoy disponemos y si bien este diálogo catártico psicoanalítico persiste, es hoy día dejado de lado, especialmente en su forma más ortodoxa.

Philip Rieff en su “Mente moralista” (1959) sostenía que Freud tenía el mérito de haber propuesto a los hombres hacer lo mejor posible de una vida condenada a sufrir sinsabores y conflictos, con enfermedades impensadas, empujada por pulsiones signadas por hormonas y circuitos cerebrales, que nos exigen gratificaciones (cuanto más inmediatas, mejores) que no siempre pueden cumplirse en tiempo y forma. Estas frustraciones nos conducen a renunciamientos, proyecciones, negaciones, inhibiciones y otros mecanismos psicológicos con los que intentamos buscar un equilibrio que, las más de las veces, permanece elusivo cuando no esquivo. Freud propone exteriorizar estas vivencias y compartirlas con alguien entrando en su detección y seguimiento, que pueda guiarnos por estos laberintos de la mente.

Sigmund Freud merece ser recordado por haber intentado echar algo de luz sobre esos oscuros recovecos de nuestra existencia.

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