Por: Juan Diego Quesada | El País
A Uribe le juzgará la historia por una Presidencia eficaz en muchos sentidos que fue un parteaguas en la concepción de Colombia como país. Hay un consenso generalizado de que su plan de choque funcionó cuando predominaba la violencia. Han pasado 22 años desde que llegó al poder y se sigue hablando de él. Pero también por los falsos positivos ―el asesinato de 6.402 inocentes a manos de militares que recibían recompensas por dar de baja a falsos guerrilleros― y su oposición a un proceso de paz que en realidad podría haber hecho suyo y llevarse el mérito. Se le achaca además el auge del paramilitarismo, el fenómeno criminal más letal y despiadado del último cuarto de siglo, y fomentar la polarización en vez de llamar a la calma.
Por momentos ha demostrado sentido de Estado, como cuando se sentó con Gustavo Petro para alcanzar una tregua que bajara los decibelios de una nación crispada, y otras se ha puesto al nivel de Andrés Pastrana, el más disparatado de los expresidentes vivos. En cualquier caso, nada de esto le turba ahora en vida, tiene asuntos más apremiantes. La Fiscalía no le acusa de las sombras que recorren su mandato, sino por sobornos a testigos y fraude procesal en un enmarañado caso digno de estudiar en las facultades de Derecho. La opinión general, entre quienes lo admiran y lo detestan, es que no supo retirarse a tiempo, la droga del poder lo condujo lentamente hasta este abismo.
En la tercera planta de la Casa de Nariño, donde tienen sus despachos el presidente Gustavo Petro y Laura Sarabia, su mano derecha, la noticia ha sido recibida con silencio. Petro opina de los asuntos más insospechados en X, pero se queda mudo cuando algo tiene que ver con el proceso judicial de su némesis. Cuando Uribe alcanzó una popularidad arrolladora a principios de siglo por su mano dura contra la guerrilla de las FARC, Petro era de los pocos que se oponían a esa estrategia, era un conductor en dirección contraria por una autopista. A él no le tocó el corazón el discurso arrollador de Uribe, su ética del trabajo, hasta el punto que se levantaba en el hotel Tequendama a las cuatro de la mañana para poner los pies en agua fría para no dormirse y empezar a leer informes y dar órdenes por teléfono. Desde entonces fueron el adversario el uno para el otro y se dedicaron palabras gruesas. Uribe no es que sea más locuaz con el caso. “Hombre…”, contesta por teléfono y se remite a unos vídeos de YouTube. Lleva años sin dar una entrevista personal, sin someterse a preguntas incómodas. Prefiere, micro en mano, resguardarse entre sus correligionarios, universidades y los viajes entre Bogotá y una finca en Montería llamada El Ubérrimo.
Uribe empezó este proceso judicial que le desvela denunciando hace años al senador Iván Cepeda, próximo a Petro, político serio y sólido, íntegro. Uribe chocó con pared, no sabía a quién se medía. Cepeda tuvo un padre de izquierdas que fue asesinado por paramilitares y él recogió ese testigo y está empeñado en buscar la desmovilización de las últimas guerrillas. Hizo un libro contra Uribe y resumen de la historia del paramilitarismo que se llama A las puertas del Ubérrimo (el título no deja mucho espacio a la interpretación). Le han estigmatizado durante mucho tiempo diciéndole que era un guerrillero o al menos un socio. Uribe se fue contra él por una disputa en el Congreso y el caso se le volvió en contra y ahora es el propio Uribe el que se va a sentar en el banquillo. La excusa de una politización de la justicia no sirve en este lance porque la investigación cruza los gobiernos de Iván Duque y de Petro. En la era Duque fungía un fiscal, amigo suyo de la universidad, que pidió archivar la causa, pero ni así Uribe se salvó.
El entendimiento con Petro tampoco ha servido de freno. En una de las cuatro conversaciones que mantuvieron sobrevoló este tema, según fuentes consultadas en su día, y se habló de Cepeda, aunque se evitó rápido el tema. En alguna ocasión alguien le ha hablado a Petro de un indulto a Uribe, en el caso de que sea condenado, que una al país, que cierre esa brecha. Cepeda guardó silencio hace un año cuando se le preguntó al respecto en un avión de la Policía que volvía de Saravena. Por teléfono, dice que lo que acaba de ocurrir es un acto de justicia: “Es un paso enorme en la dirección de ser una sociedad realmente democrática. Se borran los privilegios ante la justicia, la invulnerabilidad de poderosos y políticos que les permiten toda clase de abusos y arbitrariedades. E incluso acciones criminales”.
Jorge Orlando Melo es uno de los historiadores más respetados de Colombia. Descuelga el teléfono cuando ya la noche se ha apoderado de Bogotá. A Melo le parece algo muy relevante lo de Uribe, pero algo deslucido por tratarse de un asunto “marginal” que no tiene que ver ni con su Presidencia ni su etapa como gobernador de Antioquia. Melo mira con prismáticos, a un tiempo en el que los que están ahora mismo sobre la faz de la tierra se hayan ido: “De ese juicio histórico sale relativamente mal parado. Como presidente fue eficaz; sin embargo, creó un ambiente político que llevo a la consolidación de los paramilitares, a lo que se sumó un manejo inadecuado con las FARC. Se hizo mejor con Santos (su sucesor)”. Considera un error mayúsculo que Uribe se opusiera al acuerdo de La Habana. Y considera que el gran juicio en su contra sería el de los falsos positivos.
Pero esta es la realidad de vuelo bajo, rasante. Un expresidente enlodado en asuntos menores por no haberse retirado a tiempo. Su defensa podría buscar la prescripción, que no queda claro si es en dos, tres o cuatro años, depende del jurista al que se le consulte. En cualquier caso, verlo sentado en un banquillo de acusados provoca asombro.
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