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Una operación de cirugía electrónica espacial revive la ‘Voyager 1’

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La nave, que sufrió una avería informática, se ha comunicado por primera vez con las seis antenas de la NASA en Madrid mientras se adentra en el espacio interestelar.

Por El País

La Voyager 1 vuelve a telefonear a casa, y uno de los principales teléfonos aquí en la Tierra está a las afueras de Madrid, en Robledo de Chavela, que por primera vez orientó sus seis antenas hacia la sonda estropeada.

Tras semanas de análisis, el problema pudo trazarse hasta un chip de memoria defectuoso. Como algunos grandes dinosaurios, las sondas Voyager disponen de tres cerebros: uno para decodificar las órdenes que se le envían, otro gestionar la navegación y orientación de la antena y el tercero para dar formato y transmitir los datos a la Tierra. Este último era el afectado por el fallo. De los tres, es el más complejo, con un total de 69 kilobytes de memoria. No megas ni gigas. Kilobytes. Menos que un disquete de la época.

La solución consistía en reposicionar algunas rutinas del programa, mediante cirugía electrónica, para evitar hacer uso del chip averiado. El parche no cabía en un solo espacio de memoria libre, así que hubo que fraccionarlo en segmentos más pequeños, distribuidos por todos los bancos de memoria, procurando, eso sí, no afectar a otras funciones. Por ahora, las antenas de la red de espacio profundo —en California (EE UU), Canberra (Australia) y Robledo— mantienen ocasionales contactos con las dos naves, bien para descargar información de sus detectores o para realizar trabajos de mantenimiento. Nadie sabe con seguridad durante cuánto tiempo más podrán hacerlo.

El resto de instrumentos sigue funcionando y enviando información, salvo un sensor de plasma, averiado tiempo atrás. La nave y su gemela, la Voyager 2, están embarcados en una misión extendida de estudio del espacio, no ya interplanetarios sino interestelar. Cada vez es más difícil comunicarse con ellas. Su debilísima señal (que se debilita con el cuadrado de la distancia) está empañada por el ruido de fondo que llega del espacio. Desde que fueron lanzadas, el tamaño de las antenas se han ampliado y la sensibilidad de los receptores, llevada al límite para poder captar sus debilísimos murmullos.

Por ese motivo, por primera vez en la historia, las seis antenas de radiofrecuencia del complejo de Espacio Profundo de Madrid, de la NASA, llevaron a cabo una prueba para recibir a la vez datos de la nave espacial Voyager 1 el 20 de abril. La combinación de la potencia de recepción de varias antenas permite recopilar señales muy débiles de naves espaciales lejanas: en este momento, se necesitan cinco antenas para transmitir datos científicos y, a medida que la Voyager 1 se aleje, se necesitarán las seis antenas.

Las señales llegan encriptadas junto con un sistema de corrección de errores, una serie de bits adicionales que se intercalan con los datos propiamente dichos para garantizar su integridad. Pero ese bit adicional solo sirve para detectar errores; más bits permiten, además, rectificarlos de forma automática. Al principio, las Voyager utilizaban un sistema de reparación que exigía tantos bits adicionales como el propio dato. Eso casi equivalía a transmitirlos por duplicado. Los nuevos algoritmos han reducido esa carga a solo un 20%: un bit de verificación por cada cinco de información.

El problema es que a la distancia en que se encuentran, la velocidad de transmisión es muy lenta. La información llega a un ritmo de solo unos cientos de bits por segundo. Enviar una orden a esas naves requiere 22 horas y media y las antenas han de radiar con muchos kilovatios de potencia para asegurar que la antena del Voyager (una parábola de apenas tres metros de diámetro) podrá escuchar algo.

Hacía más de 40 años que había visitado su último objetivo, la luna Titán de Saturno, y desde entonces ya no había mucho más que ver en el espacio. Tan solo a principios de 1990 los controladores de vuelo habían activado su cámara para registrar una foto de familia de todos los planetas del sistema solar, vistos desde la distancia. Después, desconectaron el sistema de tomavistas para ahorrar energía.

Las Voyager son las dos únicas naves que, hasta ahora, han abandonado la zona de influencia del Sol para adentrarse en un medio nunca explorado. Otras dos sondas, las Pioneer 10 y 11, se lanzaron antes, pero en una trayectoria más lenta que permitió a las Voyager adelantárseles; la New Horizons, que exploró Plutón, también está curso de escape, pero aún le falta mucho camino.

A finales de 2004, la Voyager 1 atravesó la onda de choque que se produce cuando el viento solar (el chorro de partículas subatómicas expulsadas por el Sol) topa con el interestelar. No es una frontera clara, pero sí un límite que los instrumentos de a bordo detectaron con facilidad. La Voyager 2 lo hizo en 2007.

Ocho años más tarde, el magnetómetro del Voyager 1 detectó que el campo magnético galáctico empezaba a prevalecer sobre el del Sol. Escapaba así de la “burbuja” de nuestra estrella para adentrarse definitivamente en el espacio interestelar. Todavía va muy rápido: a unos 550 millones de kilómetros por año, o sea, casi cuatro veces la distancia de la Tierra al Sol.

En su momento, Titán era un objetivo de primer orden, así que la trayectoria de la Voyager 1 se ajustó para que lo sobrevolase a poca distancia. Esto hacía imposible dirigirlo luego hacia planetas más alejados y salió despedido en la misma dirección que se mueve el Sol con respecto a las estrellas cercanas.

En cambio, la Voyager 2 (a una distancia de casi 19 horas a la velocidad de la luz) no se vio sujeto a ese compromiso y tras Júpiter y Saturno pudo dirigirse hacia Urano y Neptuno. Todas las fotografías próximas que tenemos de esos planetas y su familia de satélites fueron obtenidas por esa única sonda. Ahora, su trayectoria se dirige más o menos en dirección opuesta a su compañera, hundiéndose en el hemisferio sur, de forma que solo las antenas situadas en Australia pueden seguirla. La Voyager 1 (a 22 horas y media a la velocidad de la luz) es visible desde todas las estaciones.

Los ordenadores de las sondas se diseñaron en una época en que no existían los microprocesadores como los conocemos hoy. La documentación e instrucciones de programación de entonces no están digitalizadas. Son gruesos manuales o simples hojas de datos almacenados durante cuarenta y tantos años en algún archivo del JPL. El tiempo los ha hecho amarillear, pero lo peor es que quienes los redactaron —y entendían— se han jubilado o han desaparecido. Muy pocos técnicos de hoy están familiarizados con aquellas técnicas de programación. Antiguo código máquina o, en el mejor de los casos, ensamblador. Nada de lenguajes de alto nivel como Python o Java. Tan solo unos y ceros.

En su momento de máxima actividad, a finales de los años 80, el equipo encargado de cuidar de las naves llegó a 300 personas; hoy solo queda un retén de apenas una docena, que son quienes han conseguido el milagro de restablecer el contacto con el venerable artilugio. Los mismos que salvaron también a la Voyager 2 cuando perdió durante semanas el enlace con la Tierra en 2023.

Los reactores nucleares que alimentan ambas sondas tienen combustible para quizás un par de años más. Sus reservas de hidracina —que permiten orientar su antena hacia la Tierra— probablemente durarán más, puesto que solo se consumen en breves disparos ocasionales de pocos milisegundos. ¿Y luego? Solo se abre ante ellos el inmenso vacío del espacio. Dentro de 40.000 años, la Voyager 1 pasará a menos de 2 años luz de la anónima estrella AC+79 3888, en la constelación de Camelopardalis; en unos 3.000 siglos más, la Voyager 2 lo hará por las cercanías de Sirio, la más brillante de nuestro firmamento.

Después, su rumbo ya es impredecible. Es posible que queden atrapados en una órbita dentro de la propia Vía Láctea, llevando con ellos aquellos dos discos dorados que diseñara Carl Sagan con fotos y sonidos de la Tierra y la remota esperanza de que alguien pueda recogerlos e interpretarlos en el futuro, cuando nuestra civilización ya no exista.

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