Las grandes inversiones saudíes simbolizan el pulso de poder entre regímenes asiáticos y democracias occidentales o la importancia creciente del nacionalismo.
Por El País
Arabia Saudí está sacudiendo el tablero del deporte mundial con inversiones de tamaño y características inauditas. El Reino del Desierto acumula fichajes de campeones icónicos y eventos de atractivo mundial en una iniciativa que eleva a un nuevo nivel el acople del sector deportivo a los movimientos geopolíticos, políticos y económicos mundiales. Los grandes regímenes autoritarios orientales desafían de forma cada vez más abierta a Occidente y su primacía en busca de una reconfiguración de un orden mundial, aprovechando su mayor agilidad ejecutiva en comparación con las democracias; el sentimiento identitario nacionalista gana peso en medio mundo como colágeno político; y el mundo del deporte muestra reflejos de ese cambio con el esfuerzo saudí como emblema.
Hace al menos un siglo que los líderes políticos han entendido el trascendental valor del deporte, y muchos regímenes autoritarios han intentado utilizarlo en este tiempo como herramienta de propaganda, cohesión y proyección de una imagen de fuerza a escala nacional y global. Pero la maniobra saudí abre una nueva etapa, que va más allá de los tradicionales vectores -celebración de grandes eventos, formación de talentos capaces de cosechar triunfos y medallas o, más recientemente, inversiones en clubes privados extranjeros- añadiendo una estrategia de captación con dinero de fondos soberanos de campeones de talla mundial para construir un nuevo ecosistema deportivo nacional de amplio espectro.
El empuje saudí tiene, según los expertos, distintas motivaciones: la necesidad de diversificar una economía que pronto no podrá sostenerse en el monocultivo energético; la voluntad de espolear a través del deporte un sentimiento identitario, de pertenencia, en una sociedad con muchísimos jóvenes; y, según algunos, el deseo de sportwashing, es decir el lavado de imagen a través del deporte de un régimen autoritario que carga la responsabilidad de una sistemática discriminación de las mujeres o de los homosexuales, de la falta de derechos políticos y de expresión hasta el extremo del descuartizamiento de un periodista en una sede diplomática. Para ello, lleva a cabo enormes inversiones que han llevado al fichaje, en distintos roles, de figuras como Karim Benzema, Rafa Nadal, Jon Rahm o a la organización de eventos como el mundial de fútbol de 2034.
La iniciativa saudí es extremadamente llamativa pero no es el único movimiento que agita el deporte mundial y que conecta con el espíritu geopolítico de los tiempos. El sector también asiste, en otro orden, al gran pulso internacional acerca de la participación de Rusia y sus atletas en las competiciones internacionales, que obviamente también es reflejo de los cambios geopolíticos en marcha. El Comité Olímpico Internacional decidió el pasado mes de diciembre que, aunque Rusia no puede competir como tal, sí lo podrán hacer sus atletas bajo un estatus de neutralidad. La medida fue muy criticada por Ucrania y algunos de sus aliados. Mientras, el Kremlin se mueve para organizar eventos alternativos -como los Juegos de la Amistad o los Juegos de los BRICS- en un intento de apuntalar circuitos diferentes de los tradicionales, que ve como dominados por Occidente.
Las dos historias evidencian cómo los grandes seísmos que agitan esta década turbulenta tienen réplicas en el mundo del deporte. A continuación, una mirada sobre ello.
El balance de poder del mundo se desplaza hacia el Este desde hace lustros. Y el deporte no es una excepción.
“El programa inversor saudí es una muestra de la desoccidentalización del deporte”, observa Lukas Aubin, jefe del programa Deportes y Geopolítica del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas francés. “Esta dinámica encaja perfectamente con la de un entorno geopolítico en el que Occidente pierde peso”, dice el experto.
Si bien la URSS y los países del Pacto de Varsovia -primero- y China -después- han planteado a lo largo del tiempo una fortísima competencia deportiva a los países occidentales con grandes hazañas en los medalleros olímpicos, es evidente que estos han sido el centro de gravedad principal del deporte al ser sede de las grandes ligas profesionales o de los grandes torneos en las disciplinas más populares, como el fútbol, el baloncesto o el tenis. Pero el esfuerzo saudí busca erosionar esa primacía con una intensidad nunca vista, fichando a grandes futbolistas o pujando para ser epicentro organizativo de grandes competiciones en deportes como la Fórmula 1, el tenis o el golf.
Arabia Saudí refuerza así un movimiento más amplio. Por un lado, cabe notar que países de la región como Qatar o Emiratos Árabes Unidos ya habían empezado con estrategias en parte similares. Pero su reducido tamaño les impide perseguir parte de lo que busca Riad, el arraigo de un ecosistema nacional, como la liga de fútbol que impulsan los saudíes.
Por otra parte, datos recopilados por investigadores de la Universidad de Copenhague indican que la cuota de eventos deportivos internacionales organizados por regímenes autocráticos cayó del 36% en el periodo 1945-1988 al 15% entre 1989 y 2012 pero que, desde entonces, ha subido al 37%.
Natalie Koch, profesora de la Universidad de Syracuse, en EEUU, y especializada en geopolítica del deporte con especial enfoque en la península arábiga, señala la importancia en esta materia de la disposición de un puñado de regímenes a invertir grandes sumas en la organización de eventos frente a la dificultad para unas democracias cada vez más polarizadas y fragmentadas de cuajar consensos para sostener semejantes proyectos.
Este fenómeno coincide además con una fase de deterioro de la calidad democrática en el mundo y con un movimiento de abierto desafío por parte de regímenes autoritarios a un orden mundial que ellos perciben como sesgado a favor de Occidente.
“Los regímenes autoritarios decidieron ya a principios del siglo XX utilizar el deporte como instrumento de potencia, de poder, de propaganda, de soft power. Sin duda hoy ese uso del deporte es extremadamente desarrollado”, comenta Aubin.
Quedan en la historia del deporte episodios como los Juegos de Berlín de 1936, con los que la Alemania nazi quería mostrar su fuerza al mundo (teniendo que tragarse la extraordinaria gesta del atleta afroamericano estadounidense Jesse Owens, que ganó cuatro oros); los mundiales de fútbol ganados por la Italia fascista o el extraordinario esmero dedicado por una China en gran ascenso a los Juegos de Pekín de 2008, donde tanto la organización como los resultados deportivos fueron descomunales.
A estas estrategias tradicionales se ha sumado, más recientemente, la de las inversiones en el extranjero (como la catarí en el PSG o la emiratí en el City). Arabia Saudí abre una nueva vía porque intenta arraigar un ecosistema deportivo nacional a golpe de talonarios de un fondo soberano por la vía de una serie de fichajes estelares. La operación está en marcha, pero, advierte Aubin, aunque la chequera es profunda “es pronto para saber si será sostenible”.
Algunos expertos consideran que un elemento de peso en la estrategia saudí es el intento de “sportwashing”. Koch, sin embargo, no cree que ese sea el motivo principal de la acción saudí. “Yo creo que las razones principales son de desarrollo interno”, dice la experta. “Por un lado, de carácter económico, en el sentido de crear nueva actividad, atraer turistas, etc. Por el otro, de carácter político, con el objetivo de construir una legitimidad del Estado, de fomentar un consenso de nacionalismo saudí. Arabia Saudí es una nación muy joven”.
“Estas inversiones tratan de conectar con tantos jóvenes árabes que tienen interés en el deporte”, prosigue Koch. “Es parte de la construcción de una nueva identidad, que vaya más allá del concepto de ser el epicentro del mundo musulmán suní. No es un caso que en la región estos movimientos empiezan después de la primavera árabe que, incluso si no afectó mucho en la zona, sí asustó a los dirigentes”, concluye. Arabia Saudí se ha movido después que Qatar o EAU, pero lo hace ahora con todo su peso.
Aubin coincide en la importancia fundamental de este cálculo. “La idea es legitimar el régimen en el poder, comprar una suerte de paz social, fomentar una suerte de orgullo nacional a través del sector deportivo”, dice. “En esto también, es pronto para dar juicios definitivos. El deporte puede permitir un cierto grado de emancipación, en las gradas por ejemplo. Es un instrumento de poder, pero a doble corte. Es utilizado por el poder, pero también por la gente. No se controla fácilmente lo que hacen los aficionados en las gradas. Y de repente pueden oírse cosas muy significativas en grandes concentraciones de personas”.
El mundo bipolar de la Guerra Fría asistió a graves episodios de fragmentación en el sector deportivo con los boicots olímpicos de Moscú 1980 y Los Ángeles 1984. Tras la caída del muro, el mundo ha transitado por la conocida como época unipolar -con la hegemonía de EEUU- y se adentra ahora en una fase de multipolaridad acompañada de nuevos síntomas de fragmentación.
La exclusión de Rusia de competiciones internacionales a lomos primero de un escándalo de dopaje estructural y después de la invasión a gran escala de Ucrania ha reactivado un esquema de fragmentación y los consiguientes pulsos por el control o la influencia de los organismos de mando deportivo internacionales.
“Asistimos desde hace algunos años a un intento de construcción, sobre todo por parte de Rusia, de un mundo deportivo no occidental”, dice Aubin, especializado en el mundo postsoviético. “La URSS creó los juegos de la amistad. Hoy se intenta algo parecido. Moscú trata de organizar acontecimientos internacionales no tradicionales, como los Juegos del Futuro (Kazán, 21 de febrero a 3 de marzo) o los de los BRICS (también en Kazán, en junio) o los de la Amistad (Ekaterimburgo, septiembre). Trata de construir un modelo alternativo, considerando el COI demasiado occidental”. Como en la geopolítica pura, donde Rusia es punta de lanza de un intento de subversión del orden vigente, en el deporte también busca una agitación. Está por ver qué efectos tendrá este pulso.
En cuanto a las inversiones de regímenes autoritarios dotados de enormes recursos financieros, Koch señala cómo hay un creciente escrutinio con respecto a determinadas inversiones procedentes de estos regímenes, con actores que han entendido el valor del deporte como caja de resonancia para denunciar ciertos abusos. Se replica pues, aquí, el esquema del pulso entre democracias y dictaduras.
El sector deportivo acompaña pues en gran medida la metamorfosis de un mundo que vive bruscos pulsos de poder, recurso indisimulado al nacionalismo, fracturas internacionales que afloran y se ensanchan. El resultado de este proceso es incierto, tanto a escala general, como deportiva, pero el cambio está en marcha.