Por: Najat El Hachmi | El País
Anoto en la agenda el enésimo festival de fin de curso al que debo asistir en cumplimiento de mis obligaciones parentales. Unas obligaciones que han ido creciendo de modo exponencial en los últimos años y son inversamente proporcionales al número de hijos que tenemos.
Aunque esto no importa porque el sistema escuela-familia-gurús de crianza funciona como si todos los hijos fueran únicos y nacieran con el derecho a disponer de atención y cuidados exclusivos. Antes, los alumnos podían darse con un canto en los dientes si sus progenitores aparecían por la escuela una vez al año en una cita excepcional, pero ahora no hay trabajador o profesional que no mueva citas y reuniones, cambie turnos o gaste días de asuntos propios para sentarse a ver desfilar todos los cursos cantando o actuando y aplaudir con entusiasmo. Remedios Zafra debería escribir un libro sobre el entusiasmo parental, tan alienante como el laboral.
Fiesta de otoño, conciertos, función de Navidad, desfile de carnaval, fiesta de primavera, semana cultural, demostración de judo, fin del cursillo de natación, de la escuela de verano… Yo me di cuenta de que íbamos de perdidos al río cuando asistí a una ceremonia de graduación en la guardería. ¡En la guardería!
¿De dónde viene esta autoexplotación? De la culpa, sin duda. Y de tantas películas americanas en las que el niño se pone muy triste cuando el padre no llega a tiempo de ver cómo hace de arbolito y ya está pensando en cómo le contará a su futuro psicólogo lo traumático que fue sentirse abandonado. Las madres nunca habían hecho disfraces, ni jugaban con los críos porque los críos suelen preferir a sus iguales como compañeros, pero ahora, los padres (y más las madres) lo somos todo y tenemos que hacerlo todo. Como si no trabajáramos ni tuviéramos vida más allá de cuidar los frutos de nuestro proceso reproductivo.
No es de extrañar que crezcan sintiéndose siempre muy especiales, muy distintos a los demás, seres únicos que merecen tener todas las necesidades cubiertas. Las reales y las inventadas porque me temo que en la trampa de las exigencias desmedidas los padres nos hemos metido solitos sin que nadie nos lo pidiera. La primera fiesta de cumpleaños cuando la criatura ni sabe ni andar, la segunda cuando se dedica a pasar de los invitados y va a su bola si no es que les da con algún juguete. Muchas de las cosas a los que los acostumbramos desde muy pronto no eran necesidades suyas sino nuestras. ¡Pobres padres explotados! ¡Pobres niños con sobredosis de atenciones, asfixiados por la parentalidad total!
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