Por: Sascha Hannig | Infobae
Dice el mantra: “Los países en desarrollo no pueden criticar a China”. Nada de reproches a sus inversiones problemáticas, a sus incisivas prácticas en organizaciones multilaterales o a su pobre historial de respeto a los Derechos Humanos. Es un tabú político para los gobiernos de casi toda América Latina. Las razones van desde la dependencia económica hasta las supuestas ventajas de la neutralidad, para mantener un equilibrio entre Estados Unidos, China y otras potencias.
Otros han ido más allá, llegando a defender la relativización de los derechos humanos y los cambios en los estándares occidentales para acomodar al régimen chino. Sin embargo, esto está cambiando. Cada vez son más los gobiernos dispuestos a criticar al Partido Comunista Chino (PCCh) cuando corresponde, separando los asuntos económicos de los temas humanitarios, como la desaparición de periodistas o los campos de concentración para minorías étnicas.
Este parecía ser el caso del presidente chileno Gabriel Boric un par de semanas antes de su viaje a Pekín, al declarar que China debía cumplir con los estándares internacionales en derechos humanos. Sin embargo, por presiones directas, alianzas políticas o discusiones entre bambalinas, el mandatario olvidó en Pekín su postura y firmó una declaración en la que Chile reforzó su apoyo a Xi Jinping: cedió en derechos humanos, promovió una mayor participación de China en el país, ofreció su colaboración en temas sensibles como el antártico, agudizó el camino hacia la total dependencia económica y puso fin a lo que pudo ser un cambio radical en la política exterior chilena.
¿Era previsible un resultado así en esta visita? Las expectativas tras la declaración inicial de Boric eran altas. El mandatario incluso recibió el respaldo de la comisión de Relaciones Exteriores del Congreso, pese a que fue también contestada con advertencias por parte del embajador Niu Qingbao, quien se reunió en la misma semana con parlamentarios de todo el espectro político. Varios de estos invitados, incluidos miembros de la coalición del gobierno chileno, han viajado e interactuado continuamente con el PCCh y, por tanto, emitieron declaraciones en su defensa.
En parte, esta reacción fue fruto de la relación de cercanía cultivada por Pekín con sus aliados políticos locales –tanto en Chile como en el resto de América Latina– a lo largo de los años. En 2019, cuando estallaron las protestas en Hong Kong, el embajador Xu Bu amenazó públicamente a dos diputados chilenos. En esa misma época, el expresidente Piñera declaró en China que “cada uno tiene el sistema político que quiere” y Boric ha seguido ahora esta tradición. Una práctica que se repite en la mayoría de países latinoamericanos, si no en todos.
China no perdona las críticas. Hace visibles los beneficios de la cooperación pero también las represalias a quienes osen desafiarla. Noruega sufrió un severo castigo comercial, en 2010, cuando el disidente chino Liu Xiaobo fue galardonado con el Premio Nobel de la paz. Pekín también represalió a Australia por distintos desencuentros, como pedir una investigación independiente sobre el origen del COVID. Lituania recibió el año pasado un duro golpe a sus exportaciones a China luego de estrechar su relación con Taiwán. También la República Checa se mantuvo firme en su política sobre el Tibet y los derechos humanos, mientras Letonia y Estonia se retiraron de un foro respaldado por China.
Boric tuvo la oportunidad en este viaje de romper tabúes y sumarse a esa tendencia. Un giro así habría sido meritorio, porque es casi seguro que habría conllevado un precio. En medio de una crisis económica y una muy baja aprobación, haber sido fiel a su postura (que había planteado en su campaña) le habría supuesto un castigo comercial equivalente al sufrido por otras naciones que intentaron separar la relación económica de la política. China supone cerca del 40% del intercambio comercial de Chile, por lo que esta preocupación siempre está presente al momento de cruzar una línea roja.
Chile se queda atrás y quizá le deja libre el espacio a otro país latinoamericano para romper el tabú chino. Costa Rica sorprendió hace meses limitando la participación de compañías chinas en su sistema de 5G; y, en Argentina, el candidato presidencial Javier Milei anunció que repensaría la relación de su gobierno con el PCCh en caso de ser elegido presidente. A ellos se suman las críticas por los conflictos en la minería china en Perú o por los problemas en las infraestructuras chinas en Ecuador.
Los países pequeños tienen hoy el espacio para tomar posturas claras, y debieran tener el derecho a hacerlo cuando se trata de conflictos humanitarios. Sin embargo, esto no es posible sin una fuerte comunidad internacional. Los países en desarrollo son a menudo cautelosos al adoptar posturas que pudieran afectar su potencial económico, su libertad y sus relaciones internacionales. Esto explica el claro posicionamiento de Chile y otros países al juzgar los derechos humanos en Nicaragua o Venezuela, pero no a China. Hay que atreverse a romper el tabú.
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