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Calcuta: paseos, monumentos y gastronomía en la ciudad insospechada

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Las calles, edificios, palacios y avenidas de esta urbe amable y hospitalaria de la India no han sufrido el cincel rehabilitador de la modernidad: la antigua capital del Imperio británico no olvida su esplendor pasado.

Por El País

No hubo ciudad más improbable que Calcuta; su emplazamiento, clima y alejamiento de los tradicionales centros históricos de poder impedían un pronóstico favorable. Empero, la ciudad india venció, se convirtió en centro político y económico del Imperio Británico y en la ciudad más importante de la Commonwealth tras Londres. Hubo un tiempo en que Calcuta tuteaba a Toronto, Hong Kong, Melbourne o Dublín. Sin embargo, es un lugar poco visitado, esquivado probablemente por el viajero incapaz de salir de los circuitos encorsetados y la tiranía cursi y aún vigente del asfixiante Triángulo de Oro (Delhi-Agra-Jaipur). En un mundo de perezosos mentales y turistas aborregados, Calcuta es la ciudad insospechada. Con prosperidad económica renovada, continúa siendo el gran destino cultural del subcontinente.

Es una urbe que ha padecido numerosas calamidades a lo largo del siglo veinte y, sin embargo, nunca ha dejado de tener la actitud orgullosa de haber sido la capital de la India británica en su máximo esplendor. En 1905, el virrey Curzon dividió Bengala en dos: la Occidental, cuya capital es Calcuta y de mayoría hindú, y la Oriental, de mayoría musulmana (ahora Bangladesh). Fue el “divide y vencerás” de los británicos para entibiar el creciente nacionalismo indio. Tal decisión desgajó para siempre el alma bengalí. En 1911 vino la ignominia del cambio de la capital a Nueva Delhi, todavía un trauma que palpita discretamente. En 1943 la catastrófica hambruna se cobró casi tres millones de personas. Tras la independencia, anquilosadas sus alas, no pudo levantar el vuelo; los millones de refugiados del entonces Pakistán Oriental (ahora Bangladesh), las políticas socialistas de Nehru y de nuevo, la crisis de refugiados del naciente Bangladesh en los años setenta, se lo impidieron. Fueron retos desproporcionados. Atizada por graves problemas sociales solo conoció miseria y pobreza. En 1979 el partido comunista ganó las elecciones y estuvo en el poder hasta el 2011. Tras décadas de parálisis económica, a mediados de los ochenta, Bombay superó a Calcuta en población. Decumbente Calcuta, hasta el propio primer ministro Rajiv Gandhi llegó a sentenciar: “Calcuta se está muriendo”. Entretanto, el mundo se preparaba para amortajarla.

Ninguna ciudad ha hecho un pacto tan sincero con el pasado como ella. Aunque fue fundada como puesto comercial en 1686, no fue hasta la batalla de Plassey en 1757 en que devino en ciudad. En realidad, no tiene ni 300 años y, sin embargo, ya nos parece antiquísima. Calcuta nació vieja y enseguida, la ciudad se hizo reliquia. Sus calles y edificios, palacios y avenidas, no han sufrido el irritante cincel rehabilitador de la modernidad. Calcuta escapó de la dentellada aplastante de lo moderno: muchos edificios públicos aún cuentan con ascensorista, sus rickshaw van tirados a pie (inevitables cuando los monzones inundan la ciudad), se cocinan guisos centenarios y sus taxis siguen siendo los maravillosos Ambassador.

No hay ciudad en Asia más abierta. En su día albergó un próspero barrio chino del que hoy solo quedan cuatro calles sucias aunque evocadoras de un mejor pasado. En el barrio de Tangra sus antiguos almacenes chinos y restaurantes recuerdan el esplendor mercantil de la ciudad. Su barrio armenio es excelente para pasearlo a pie y contó con una comunidad judía. Supo también integrar con generosidad a cientos de miles de bangladesíes, todos musulmanes y, como es bien sabido, la ciudad hizo suya a la santa albanesa que dedicó su vida a aliviar la pobreza callejera.

Al contrario que Bombay, Delhi o Madrás, es una ciudad amable, hospitalaria y segura, de gentes simpáticas que hace tiempo desistieron de ser algo más que lo que ya son: la antigua capital del esplendor británico y el centro cultural de la India. Ninguna ciudad alberga tantas librerías y editoriales. Su proyección vital es intelectual. Hay editoriales como Seagull que producen obras editadas y preparadas con esmero. College Street sigue albergando un mercado sensacional de libros de segunda mano y en Park Street se puede visitar la Oxford Bookstore, coronada por los escudos de armas de Mountbatten e Irwin, ambos virreyes de la India. Ninguna ciudad asiática vivió un periodo tan fecundo como el Renacimiento bengalí de finales del siglo XIX. Son los años del poeta, artista y dramaturgo Rabindranath Tagore y la corte irrepetible de pensadores, escritores, periodistas y poetas.

Quiso ser Londres; es pues una ciudad monumental. Sus calles destilan Inglaterra y su topografía es un memento londinense. Esto se entiende nada más llegar en tren a la estación de Howrah, fundada en 1854 y todavía la más grande del país. El Victoria Memorial es acaso la huella británica más maciza de la India, homenaje a la reina cuya estatua sigue más viviente que nunca. Siguen impasibles los edificios públicos sitos en Dalhousie Square, desde donde se adivina a lo lejos el majestuoso Raj Bhavan, antigua sede del virrey británico. Al alcanzar el céntrico barrio de Chowringhee y elevar la mirada para alcanzar el imponente Metropolitan Building se comprende de inmediato la grandeza de la ciudad. Idéntica reacción suscitan el imponente Esplanade Mansion o el Tribunal Superior de Justicia de Bengala. El Indian Museum, en Chowringhee, no ha cambiado desde su fundación en 1814 y es un ejemplo extraordinario de un museo victoriano. En la misma zona se alza el gran hotel de la ciudad, el Oberoi, que sigue exudando elegancia decimonónica. New Market es uno de los grandes mercados de la India: puro trajín y caos ordenado. En los arrabales del mercado hay numerosos puestos de comida callejera con delectables biryanis que Calcuta tiene la osadía de reinterpretar.

Herencia de Inglaterra son sus magníficos clubes privados, modelados a imagen y semejanza de los que se encuentran en Pall Mall. El Bengal Club, el Calcutta Club o el Tollygunge Club son indiscreta piedra inglesa, gloriosa ranciedad victoriana y arquitectura inmemorial. En esta ciudad, henchida de cultura, se alumbraron en el siglo XVIII los estudios orientalistas y Sir William Jones, juez británico destinado en Calcuta, redescubrió la riqueza del sánscrito creando posteriormente la Asiatic Society, prodigio cultural, aún hoy en funcionamiento y sita en Park Street.

Ninguna ciudad india tiene tanto apetito como Calcuta. En Bombay viven obsesionados por el dinero; en Delhi, por el poder y la política; y en Varanasi, por una santa muerte. Aquí, en cambio, se desviven por comer. Su abundante gastronomía escapa de la tradicional y anodina división entre cocina india del Norte y del Sur. Calcuta es, sobre todo, arroz y pescado. Es la única comida del país que no se sirve con todos los platos llegando a un mismo tiempo, sino que exige el servicio ruso, esto es, por platos sucesivos. Exponente de la mejor cocina de la ciudad sea acaso el venerable Kewpie’s. Sus restaurantes y clubes sirven cocina retro, victoriana, a veces difícil de encontrar en Europa. Mocambo, el gran restaurante de estilo colonial, sigue cocinando el pollo Tetrazzini o el pollo a la Kiev. Afamados restaurantes como Peter Cats, Trincas o Moulin Rouge se suceden en Park Street; ejemplos vivos de una época que se resiste a ser clausurada. Sus renombrados clubes son depositarios de la mejor tradición de platos de primeros del siglo pasado, como el filete Stroganoff, la langosta thermidor, el Cordon bleu o el cóctel de gambas. De tradición liberal, muchos de los tabúes y prejuicios del recetario indio (uno piensa en el cerdo y la carne de vaca) desaparecen discretamente en los restaurantes de Calcuta. Flurys, la legendaria cafetería de estilo y recetario inglés, sigue siendo lugar de encuentro para los calcutenses.

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