Por El País
Nanni Moretti recorre las calles de Roma subido a un patinete eléctrico, poco antes de asistir a una reunión catastrófica con Netflix, que se negará a producir su nuevo proyecto por no plegarse a su dogma narrativo — “le falta un momento what the fuck”, le regaña la plataforma—, y de ser salvado in extremis por una productora coreana, lo que le dejará bastante claro cuál es la nueva geopolítica del sector cultural. No será la imagen más representativa del cine de este año, ni tampoco la más sutil, pero sí es una de las más congruentes para definir el estupor del viejo cine de autor europeo en 2023. El sol del futuro, la nueva película de Moretti, llegó teñida de melancolía. Pronostica que esa forma de hacer cine se encuentra en vías de extinción, igual que el comunismo que predican sus protagonistas se convirtió en una preciosa reliquia ante la deriva neoliberal, en un souvenir inservible que almacenar en el desván junto a la colección de vinilos.
No hay que ser catastrofistas: existen suficientes ejemplos en la producción de 2023, tanto en el plano internacional como en el español, para dictaminar que el cine de autor no desaparecerá, pero sí se transformará en profundidad cuando falten esos viejos maestros. Detectamos una huella más crepuscular que de costumbre en las nuevas películas de Moretti o Aki Kaurismäki (Fallen Leaves), representantes de una generación que bordea los 70 años, y todavía más en las de Marco Bellocchio (El rapto) o Ken Loach (El viejo roble), que ya se acercan a los 90 y se adentran en el tramo final de sus filmografías. Lo mismo sucedió con el esperado regreso de Víctor Erice, Cerrar los ojos, también de lo más vespertino. Y, más allá de las fronteras europeas, con las nuevas películas de de Steven Spielberg (Los Fabelman), Hayao Miyazaki (El chico y la garza) o Martin Scorsese (Los asesinos de la luna), con las que se diría que empieza una despedida, o eso nos pareció.
El caso de Scorsese permite detectar con más claridad el desprecio por la avaricia estadounidense que ya contenía su cine del pasado, aunque en ocasiones, más que criticar sus efectos, pareciese glorificarlos. En su nueva película no cabe la duda. Pese a su comentada longitud —con sus 206 minutos, lideró una tendencia a superar las tres horas de metraje en la que participaron Babylon, Oppenheimer y hasta John Wick 4—, la película fue un antídoto bienvenido ante la proliferación de películas sobre productos: Air, Tetris y, por supuesto, Barbie.
La campeona absoluta del año, lanzada con una campaña de las que hacen historia, fue este cóctel de estudios de género de brocha gorda y crítica inocua al sistema, teñida de nostalgia por el capitalismo de antaño y, pese a sus destellos de ingenio, repleta de falacias que no superarían el examen de la lógica. La muñeca que fue emblema del sexismo en el siglo XX se convirtió, por arte de magia, en icono feminista en el XXI. Austin lo teorizó como la función performativa del lenguaje: si yo lo digo, se hará realidad. Con una sola excepción, advirtió el filósofo británico: si los “criterios de autenticidad” fallan, la acción no será completada. Por suerte para Mattel, vivimos en la era de la disonancia cognitiva.
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