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Moskitia: la selva hondureña se ahoga en cocaína

Por: Juan Martínez d’Aubuisson y Bryan Avelar | El País

Frente a la laguna de Tansin, los indígenas miskitos Moreno y Brutus destapan cada uno una lata de cerveza mientras el agua se balancea suave frente a nosotros. Brutus, un joven flaco y moreno, se pone de pie y cuenta cómo salió vivo de una aventura. Cuenta que, hace apenas una semana, encontró un tesoro en alta mar y logró escapar de un grupo de piratas que querían quitárselo. Mira hacia el horizonte y recuerda que, tras el escape, tuvo la noche de parranda más memorable de su vida.

Conocimos a Brutus a través de Moreno, un ex empleado de un cartel local que pasó buena parte de su adolescencia sacando paquetes de cocaína de avionetas para meterlos a lanchas y viceversa. Varias fuentes nos habían hablado de un paquete de droga que apareció hace una semana en alta mar y fue encontrado por pescadores miskitos. Y luego Moreno nos habló de Brutus, un amigo suyo que iba en ese barco. Nos dijo que su amigo no sale de casa y que está deprimido, pero que si comprábamos unas cervezas y algo de comer quizá se animaba a contar lo que vivió.

Esta mañana Moreno dijo que la mafia, así, en genérico, tiene orejas por todos lados. Así que debíamos ir a un lugar solitario, lejos de los ojos de aquellas orejas.

Entonces llegamos a una pequeña playa privada frente a la mansión ahora abandonada que el narcotraficante hondureño Arnulfo Fagot Máximo construía antes de ser capturado y extraditado a Estados Unidos. Y antes de ser declarado culpable de conspiración para distribuir cocaína y sentenciado a 33 años de cárcel en 2019.

En el camino recogimos a Brutus y fuimos a la mansión para que nos hable sobre aquello que encontró en el mar. Nos lo cuenta en una mezcla de español y miskito, su lengua materna.

“Lo vimos flotando a lo lejos y uno de los pescadores del barco se tiró a recogerlo. Otro hasta se puso a llorar – ‘Hoy sí, le pegamos al gordo’ – decían. Esa noche ya no pescamos, amanecimos chupando. Contentos. Porque eran 29 kilos”, cuenta Brutus.

El mar les había regalado a los tripulantes de ese barco pesquero un tesoro: 29 kilos de cocaína pura, que les significaría unos US$110.000, por su venta en aquel momento en la Moskitia. Brutus y los demás marinos no lo sabían aún, pero el mar tiene sus condiciones a la hora de dar.

El capitán del barco les dijo que a él le correspondían 25 kilos, entre otras cosas porque el barco era suyo, así que llamó a otro capitán quien se llevó la mayor parte del tesoro, dejando a Brutus y los demás marinos tristes por haber tenido aquel tesoro en sus manos y haberlo perdido. Pero ese barco nunca llegó a su destino. Hombres uniformados les asaltaron en alta mar y se llevaron la cocaína.

El capitán avaro se quedó sin nada, y a los 12 marinos les quedaron cuatro kilos, equivalentes a unos 16.000 dólares. Si podían venderlo todo, el reparto equivaldría a 1.333 para cada uno. Pero el mar tenía sus propios planes para el destino de aquella droga.

Estamos en la selva de la Moskitia, en el departamento de Gracias a Dios, al noreste de la costa atlántica de Honduras. Esta selva es por mucho la más grande del país y una de las más extensas e importantes de Mesoamérica. Tan importante es que en ella habitan 20 de las 21 familias de las aves acuáticas reportadas en Honduras por Wildlife Conservation Society, una organización dedicada a la conservación de zonas silvestres y, según estudios locales, es refugio para los jaguares, pumas, tapires, guaras rojas y verdes y otras especies que para la mayoría de los hondureños solo están presentes en libros de biología.

La Moskitia fue un reino autónomo hasta los primeros años del siglo XX. Aunque siempre fue un lugar pobre y selvático, tuvo su propio rey, reconocido por los reyes británicos y conocido popularmente como “El rey mosco”. Pero aquello era un título vacío, era una forma de los ingleses de mantener un pie dentro del territorio del imperio español. Por esto su anexión al resto de Centroamérica demoró 300 años más que el resto de territorios.

Durante cientos de años, el sistema fluvial y su sistema lagunar aisló y protegió al pueblo Miskito de las invasiones desde tierra firme, de la influencia de los mestizos y de la voracidad del capitalismo. Pero es una relación de amor y odio. Les han aportado pesca, un medio de transporte y agua para beber. Pero, cada cierto tiempo, cuando llegan las tormentas tropicales, esos ríos y esas lagunas se congestionan y se desbordan, ahogando la vida que solían amamantar.

Hoy, esta región que se extiende a lo largo de 22.568 kilómetros cuadrados en la frontera entre Honduras y Nicaragua, es habitada por más de 100.000 personas. La Moskitia es también la región menos habitada de Honduras y una de las de menor densidad poblacional de Centroamérica.

Sus habitantes son, en su mayoría, indígenas miskitos, como Moreno y Brutus, aunque hay, de forma minoritaria, población garífuna, el pueblo hibrído entre cimarrones de orígen africano y población indoamericana, y otros grupos indígenas, como tawankas, pech y nahuas.

Desde hace más o menos tres décadas hay también mestizos. Los miskitos, probablemente en una traducción literal desde su idioma, llaman a estos mestizos que ahora les acorralan, y a todos los foráneos que no nacieron dentro de los linderos de su selva, “terceros”.

Estos últimos son considerados como invasores por parte de los miskitos y es a quienes algunas autoridades indígenas atribuyen crímenes, que van desde el asesinato de líderes, la deforestación indiscriminada del bosque, la desaparición de defensores ambientales, y el aniquilamiento de la forma de vida Miskita.

Decenas de líderes indígenas de diversas comunidades esparcidas por toda la selva con quienes hablamos, insisten en algo más. Dicen que los mestizos son aliados, trabajadores, colaboradores y punta de lanza de una de las mayores fuerzas políticas y económicas de Honduras: el narcotráfico. Dos fuentes policiales de alto nivel aseguran lo mismo y al menos dos documentos judiciales a los que tuvimos acceso dicen lo mismo: que los mestizos están detrás del negocio de la cocaína.

La mansión de Fagot Máximo, donde conversamos ahora con Brutus y Moreno, es imponente. Incluso estando en los huesos y habiendo sido despojada de buena parte de su revestimiento, se intuye su vocación de grandeza. De haberse terminado de construir habría sido un palacio. En el primer piso aún se ven restos de los mosaicos y azulejos que cubrieron los pilares y la barra del bar. En el lado norte, de frente a la laguna de Tansin y a unos 15 metros del edificio principal, hay una piscina, o más bien habría. De ella queda únicamente un agujero donde un ramillete gigante de plantas verduscas han hecho su casa y crecen sin restricción.

La parte de arriba de aquella mansión quedó en obra gris, no hubo tiempo de terminarla, la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) llegó antes, y los cuartos con jacuzzi albergan la misma amalgama verde que se adueñó de la piscina. Hasta acá vienen parejas que buscan privacidad y las habitaciones terminan sirviendo para el mismo propósito para el que fueron construidas, solo que para gente diferente: miskitos.

Brutus nos muestra las fotos de la cocaína que encontraron. Son unos bultos cuadrados envueltos en un plástico azul. En la foto se ven varias manos tocándolo, como si no quisieran desprenderse de él ni para la foto.

Nos cuenta que él y los demás marinos de aquel barco pasaron casi dos meses en alta mar, pescando camarones y langostas, guardando con ansiedad el pedazo de tesoro que les dejaron escondido entre unas bolsas de plástico. Esos cuatro kilos se repartieron entre los 12 marinos, pero el cocinero del barco, ávido consumidor de crack, se apresuró y abrió uno de los kilos y lo partió a la mitad para rascar un poco y convertirlo en crack.

Por aquel gesto de premura del cocinero casi terminan a cuchilladas y aquel viaje resultó más bien con poquísima pesca y con una docena de marinos durmiendo con un ojo abierto por las noches. Las esperanzas estaban puestas en el polvo blanco que dormía entre los plásticos, no en las langostas del fondo del mar.

Pasado el tiempo, en marzo de 2023, 11 días antes de nuestro encuentro, Brutus y los demás pescadores arribaron a un puerto de nombre Kaukira y ahí, Brutus cogió la porción de cocaína que le correspondía. Lo vendió a un comprador local, y se perdió, dejando a los demás envueltos en un problema de esos que difícilmente se solucionan con las palabras.

Su padre, pescador como él, fue a recogerlo al puerto de Kaukira en una lancha. Brutus llevaba alrededor de 1.300 dólares. Pero en medio del mar, rumbo a su casa, los interceptaron piratas.

“Cuando nos hicieron luces pensamos que eran pescadores que avisaban para que no rompiéramos su trasmallo (red de pesca), pero de presto blum blum blum los balazos”, dice Brutus, abriendo grande los ojos y poniéndose de pie mientras acompaña su relato con gestos amplios y sonidos estruendosos.

Los piratas eran miskitos, según Brutus. Reconoció el rostro de algunos viejos colegas de pesca que decidieron buscar cosas más valiosas en el mar que langostas y camarones. Moreno lo confirma; él también sabe de quienes se trata.

Aquellos piratas se habían enterado del descubrimiento y querían, a punta de machete y revólver, arrebatar su tajada. Pero a esos piratas, el mar tampoco les favoreció y le robaron a Brutus la mochila donde no estaba el dinero. Lo había escondido en su entrepierna, así que, después del asalto, él y su padre pudieron llegar a salvo con su parte del botín hasta su ciudad, Puerto Lempira, la capital de Gracias a Dios.

Después de dejar unos dólares a su padre, se fue a la calle de las cantinas, puso saldo en su teléfono y llamó a sus amigos, Moreno incluido. Había guardado en una bolsa al menos media onza de cocaína e hizo de esa noche una noche memorable. Luego se enteró de que los piratas, decepcionados por no poder robarle nada, se fueron a puerto Kaukira, donde entraron a tierra firme. Allí, fueron a donde el cocinero y pelearon con los demás marinos por coger la tajada más grande de aquel tesoro, y se lo arrebataron a fuerza de machete. Luego se fueron en sus lanchas hacia el horizonte, dejándoles malheridos.

El mar te lo da, el mar te lo quita.

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