Por: Luz Sánchez-Mellado | El País
Hace tiempo, antes de que la pandemia terminara de encerrarnos en nuestros respectivos laberintos, hubo un compañero que se jubiló como está mandado: con su edad reglamentaria, sus trienios cotizados, su pensión máxima y sus 20 años de esperanza de vida por delante, pero que no acabó nunca de romper el cordón umbilical con el curro.
Cada poco, se presentaba con cualquier excusa en la casa que había sido más que la suya, saludaba a sus estresados excolegas, que lo veíamos venir de lejos con una mezcla de envidia y fastidio, y, al poco, cuando se quedaba más solo que la una, se iba con su pachorra de desocupado y su escapulario de visitante a cuestas hasta la próxima. Así estuvo unos años, no muchos, hasta que, a la vuelta de unas vacaciones, supe que se lo había llevado un cáncer por delante, sin poder siquiera ir al tanatorio a despedirlo, y me reconcomió la conciencia los cinco minutos que tardó el jefe en endosarme el primer marrón de la temporada e írseme el santo al cielo. No estoy orgullosa.
Desde entonces, se han ido jubilando, más o menos jubilosamente o a la fuerza, docenas de camaradas, ellos y ellas, y cada cual se ha retirado a su estilo. Desde los que quedan a comer en el polígono con los amigos todas las semanas a los que desaparecen del radar y pasan, figurada y literalmente, a mejor vida. A algunos se los echa de menos. Otros se van sin pena ni gloria. Los menos llevan tanta paz como descanso dejan. Para mí, los peores, sin embargo, son quienes se creen imprescindibles, no aceptan pasar a un segundo plano, sea cual sea su idea del primero, y, en su soberbia, creen que, después de ellos, el caos. Me irritan tanto como me conmueven. No debe de ser fácil irse del sitio donde has pasado tres cuartos de tu vida y has sido todo, sobre todo si lo de fuera no basta para saciar tu sed de protagonismo y reconocimiento, seas el gran jefe o el último indio. Personalmente, aspiro a hacer un discreto mutis por el foro, disfrutar de la bolsa y de la vida que me queden y dejar un buen recuerdo en la gente a la que le di, y me dio, lo mejor de mi trabajo. Espero que para entonces, sea mañana o a los 95 tacos, según amenazan los gurús del ultraliberalismo, me quede vivo algún colega de los que te dicen las verdades a la jeta que me lo recuerde. Y, si no, que me pegue un tiro.
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