Varios alcaldes y concejales de diferentes regiones del país han sido objeto de atentados y amenazas en una oleada creciente de agresiones.
Por El País
La violencia que ha dejado cientos de líderes sociales asesinados en los últimos años ahora se ensaña con las autoridades locales. El asesinato de Elmer Abonía, alcalde de Guachené (Cauca), marcó el inicio de una oleada. Ocurrió una semana antes de finalizar su mandato, a fines de diciembre. Pocos días después, la noche de año nuevo, un atentado acabó con la vida de Eliecid Ávila, concejal de Tuluá, en el vecino Valle del Cauca. Al igual que ellos, en diferentes zonas del país, desde alcaldes hasta personeros son blanco de ataques. Ejemplo reciente de ello fue el secuestro de 18 días a Jefferson Elías Murillo, delegado de la Registraduría en Chocó. O el ataque al esquema del alcalde de en Tumaco (Nariño), Félix Henao Casanova, el 7 de enero.
Esa seguidilla de crímenes han puesto en alerta a funcionarios públicos de todo el país. Un temor del que se han hecho eco la Procuraduría, las personerías locales ―36 personeros municipales ya han sido intimidados― y la Defensoría, entidades encargadas de velar por los derechos humanos, que le han pedido medidas urgentes de control al Gobierno. “Acallar las voces de los líderes sociales y querer privar de sus funciones a quienes sirven desde la Administración municipal, como conductas criminales que atentan contra los derechos humanos, derivan en un impacto negativo para la construcción del tejido social”, sostuvo en un comunicado sobre la situación en Tumaco el Defensor del Pueblo, Carlos Camargo Assis.
Tras el asesinato en Guachené, la Federación Colombiana de Municipios reveló que desde el 2011 no se presentaba el asesinato de un alcalde en pleno ejercicio y a manos de un grupo ilegal. “Nos urge que la paz total, que tanto ha anunciado el Gobierno, sea una realidad en todas las regiones del país y hechos como el ocurrido el día de hoy donde perdió la vida el doctor Abonía Rodríguez y uno de sus escoltas fue herido no se repitan. Ser funcionario público no debe ser una profesión de riesgo”, manifestó Gilberto Toro Giraldo, el director ejecutivo del gremio de pequeños municipios.
El coordinador de la línea de democracia de la fundación PARES, Alejandro Alvarado, respalda esa preocupación, pues sus investigaciones evidencian un aumento en los hechos de violencia política. “Nuestro quinto informe sobre violencia electoral mostró que, mes a mes venían, aumentando los ataques contra candidatos”, cuenta vía telefónica. “Y ya van 12 alcaldes, recién posesionados, que han tenido que salir de sus municipios por distintos tipos de amenazas, que ahora también reciben funcionarios como los personeros. Esto tiene que ver con la actividad de ese tipo de cargos, relacionados con la protección de los derechos humanos y de las comunidades”, añade.
La misma Defensoría lleva meses advirtiendo del difícil contexto que enfrentan los servidores públicos en las regiones, antes de que el asesinato del mandatario caucano marcara un nuevo pico. En junio del año pasado, esa entidad revelaba que 12 alcaldes de siete departamentos cumplían su mandato fuera de sus municipios, amedrentados por grupos margen de la ley. En el mismo informe en el que reveló esos datos, se informaba del desplazamiento de otros funcionarios locales, entre concejales, personeros municipales, corregidores y presidentes de Juntas de Acción Comunal, en 12 de los 32 departamentos de Colombia.
Los ataques a los servidores públicos han ido creciendo, como el conflicto en general. Abonía sufrió el robo de algunas de las armas y camionetas que conformaban su esquema de protección un año antes de ser asesinado, un preludio al ataque. Y las elecciones regionales de octubre pasado se dieron en medio de esa violencia en algunas zonas como Cartagena del Chairá, en Caquetá, donde los candidatos hicieron campaña en medio de amenazas y con Edilberto Molina, su alcalde de entonces, despachando desde un municipio vecino.
Ahora, los nuevos mandatarios enfrentan el mismo problema. El recién posesionado alcalde de Tuluá, Gustavo Vélez, ha asegurado en varios medios de comunicación que ha recibido amenazas. Incluso, salió electo pese a que hizo campaña desde su casa debido a los constantes atentados y mensajes de La Oficina, la banda ilegal que delinque en la ciudad de 218.812 habitantes a su cargo.
Tal panorama ha tensionado las relaciones de la Administración de Gustavo Petro con algunas autoridades locales, por cuenta de su ambiciosa política de paz total. Ejemplo de ello son las declaraciones de Molina que hizo durante su mandato en Cartagena del Chairá. Las intimidaciones en su contra provenían de las disidencias de las extintas FARC reunidas bajo el Estado Mayor Central, con las que el Gobierno ha iniciado diálogos de paz. “Gracias a los beneficios de cese al fuego e inicios de proceso de paz con estas disidencias, les ha permitido crecer económica y militarmente”, expresó. En un sentido similar se situó el alcalde de Tuluá, que ha reclamado más protección y coordinación. “Yo necesito el apoyo del Gobierno Nacional. Yo le pido que nos acompañe. Hasta hoy no hemos tenido ningún tipo de conversación con el Gobierno Nacional, solo a nivel departamental”, expresó en una entrevista en la emisora Blu Radio.
Ese asedio a los funcionarios tiene un eco muy grande en las poblaciones, ya apaleadas por la violencia, que sienten que el Estado no puede proteger ni a sus servidores más visibles. “Es terrorífico lo que pasa en el Cauca; el asesinato del alcalde de Guachené es prueba de lo que esta sociedad grita desde el desespero. Si un funcionario público no tiene garantías, imagínense el resto de ciudadanía”, sentencia Edwin Capaz, un líder indígena del Cauca. Alvarado, el investigador de PARES, detalla que detrás del aumento en hechos violentos contra servidores públicos está el fortalecimiento de los actores armados. “Son estructuras mucho más determinadas a usar la violencia, digamos también por la degradación misma de estos grupos”, detalla.
Hasta el momento, el Gobierno no ha creado una estrategia de protección particular para los servidores públicos. La encargada de evaluar el riesgo y brindarles protección es la Unidad Nacional de Protección (UNP), como ocurre con la población en general. Para el investigador, es clave que el Gobierno mejore muy pronto ese mecanismo. En múltiples ocasiones, funcionarios le han reclamado a esa entidad la disminución de sus esquemas, la demora en la asignación o el mal estado de los automóviles. Así lo hizo Ivonne Giraldo, concejal Jamundí (Valle del Cauca), que fue intimidada durante campaña y, luego de ser electa, cuando el hostigamiento continuaba, seguía sin protección. “Pido especialmente a la UNP que atienda esta alerta y me brinde la protección que garantice mi seguridad y la de mi familia; no podemos normalizar estos actos contra líderes sociales y representantes, quienes, por el contrario, debemos sentir la confianza y protección del Estado para el ejercicio de nuestras funciones”, clamó la concejal, a quien los grupos armados le han exigido abandonar su curul.
Alvarado considera que dedicar esfuerzos en reforzar esas medidas, mientras políticas de más largo aliento como la paz total dan resultados, resulta urgente y crucial para evitar que el país regrese dos décadas atrás, a sus peores épocas de violencia política. “No podemos repetir errores del pasado, no nos pueden matar a un alcalde, un concejal, un personero. Hay que protegerlos, sin diferenciar su origen político”, sentencia.