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Satélites: la nueva batalla económica se libra a 1.000 kilómetros de la Tierra

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La conversación discurre en una de las plataformas estadounidenses de lanzamiento de cohetes de SpaceX, propiedad del multimillonario Elon Musk.

Por El País

“Le felicité [al fundador de Tesla] por su ambición de llegar a Marte, algo que estaba cerca de conseguir”, recuerda un alto ejecutivo de una compañía de satélites española, quien pide el anonimato.

—¿Qué le contestó?—.

— ¡Usted no ha entendido nada! Llegar a Marte no es un tema complejo, la misión de esta empresa es colonizar—, espetó.

“Su propósito es colonizar todo el planeta y explotar sus recursos naturales”, admite el directivo.

Esta conversación muestra el carácter del oligarca de Silicon Valley. Pese a ser “incomprensible” no lanza un farol. Tesla, X (antes Twitter) y SpaceX son colosos bien conocidos. Bastantes analistas defienden que Musk repite la misma estrategia monopolista de las grandes tecnológicas. Alguien con una fortuna de 202.000 millones de dólares cuenta su dinero con el mismo desinterés que un niño estrellas. Aunque deja pistas de lo que persigue. “Entre las tres compañías resulta posible que tenga en una sola cabeza más datos económicos globales en tiempo real que nadie”, tuiteó en abril.

Quiere transformar la información en su billete para escuchar los cánticos de sirenas del lejano Marte. Mientras, desde la Tierra, despega la industria y la competencia. Los satélites de comunicación —acorde con Morgan Stanley— generan unos 70.000 millones de dólares al año (65.000 millones de euros) y los de observación cerca de 10.000 millones (9.400 millones de euros). Números que quedarán pronto tan diezmados que nadie recordará. La consultora Research and Markets lanza una cifra de 24.200 millones en 2030. Muy corta para los cálculos de Euroconsult, que los eleva, solo en el área de las comunicaciones, hasta 123.000 millones de dólares (115.000 millones de euros) durante 2032. Por su parte, Bank of America mira a un cielo más alto y protector: calcula que los ingresos de la economía espacial alcanzarán 1,4 billones durante ese 2030. De hecho, Matthew Weinzierl, economista de la Escuela de Negocios de Harvard, cree que el 95% de la facturación llegará de los satélites. Sobre todo de órbitas bajas. “Si las tensiones geopolíticas no se nos van de las manos, el espacio es lo suficientemente grande para repartir beneficios a todos”, reflexiona.

Pero el espacio actual nada tiene que ver con aquel que conquistó con el programa Apollo el presidente Kennedy en los años sesenta. Ahora sigue la frase del escritor de ciencia ficción Robert Heinlein (1948-1988). “Una vez que llegas a la órbita de la Tierra, estás a medio camino de cualquier parte”. Imaginen el espacio al igual que capas superpuestas. La órbita terrestre baja, denominada LEO (Low Earth Orbit), se sitúa entre 500 y 1.000 kilómetros de la Tierra. Aquí discurre la gran pelea económica. También existen órbitas medianas (MEO), que van de 2.000 a 36.000 kilómetros, y a partir de ahí la geoestacionaria. Es la usada —los satélites tienen la ventaja de orbitar a la misma velocidad que rota la Tierra sobre sí misma y la cobertura del planeta es mayor— por operadores españoles como Hispasat e Hisdesat. Las cercanas son un terreno sin regular y nadie sabe cuántas son operables.

Algunos lo comparan con el salvaje Oeste. Otros, como Miguel Ángel Panduro, consejero delegado de Hispasat, recuerda los océanos del siglo XV. “Carecen de reglas, leyes y existen piratas”. “Todos los meses tenemos que corregir la órbita de nuestro satélite Paz, o te apartas o…”. Por debajo de 300 kilómetros discurren las órbitas terrestres muy bajas (Very LEO, en inglés), cada día, por cierto, más concurridas.

Donde habita Elon Musk es en la órbita terrestre baja. Su empresa, SpaceX, ha encontrado la forma de construir cohetes pesados reutilizables. Lanza la carga a la órbita y regresan de forma segura. En 2019 empezó a enviar satélites de comunicaciones más pequeños. Pesan unos 260 kilos. Semejan a un coche aplanado, con un gran panel que refleja la luz del Sol. The New York Times los apoda, por su tamaño, “sofás volantes”. Los satélites se comunican con terminales en la Tierra, por lo que pueden transmitir internet de alta velocidad a casi todo el globo. Proporcionan un sistema de telefonía llamado Starlink. Elon Musk controla la mitad —unos 1.300— de los 2.600 existentes. Sin embargo, quiere alcanzar 42.000. Ha ofrecido conexión (descarga de 100 megabits por segundo) a 60 países.

Sofás voladores

Sin duda, el oligarca tecnológico sueña un cielo de constelaciones de sofás voladores. “El gran cambio es que manejan toda la cadena: fabrican los cohetes, diseñan los satélites [entre 150 y 300 al mes], los operan, crean las aplicaciones y las venden directamente al usuario”, resume Panduro. “Y, además, con un precio diferente en cada país. Es la estrategia de la fuerza bruta. Tienes recursos enormes e incluso puedes perder dinero hasta que el resto de compañías no aguanten más”. Al ser una firma privada pocos saben cuánto gana o pierde Musk por el lanzamiento de uno de sus Falcon 9. En teoría, Starlink tiene 1.500.000 suscriptores (aerolíneas, cruceros y telecos han acudido en masa) y, varios expertos, calculan que la empresa subvenciona con 700 dólares el coste de cada terminal de internet.

A Elon Musk le gustaría estar solo en esa órbita baja. Desde luego, la controla. Pero tiene competencia. Telesat Ligh­ts­­peed, AST SpaceMobile, OneWeb, IRIS2 (iniciativa europea) y, sobre todo, Kuiper de Amazon buscan su trayectoria. De todas formas, diríase que el espacio se ha convertido en el patio de recreo de los multimillonarios tecnológicos. Parece que solo Jeff Bezos puede bajar a Musk de la nube. “Amazon tiene un enorme potencial. Y al final, la gran competencia se reduce a los dos magnates”, observa Stephane Terranova, consejero delegado de Thales Alenia Space España. Bezos planea dar cobertura Wi-Fi a través de 3.236 satélites en órbita baja. Ese número —avanza la compañía— les da la posibilidad de “volar la constelación [red] más segura con el menor número de satélites”.

Por ahora, no han enviado ninguno. “Aunque hemos asegurado 77 lanzamientos con carga pesada gracias a Arianespace, ULA (United Launch Alliance) y Blue Origin [propiedad de Bezos]”, narran fuentes del gigante. Y zanja: “En conjunto representa la compra más grande de vehículos de lanzamiento de la historia”. El calendario propone empezar a fabricar los satélites a finales de 2023 y comenzar las primeras pruebas en 2024. Los aparatos duran varios años y respetarán la singularidad de cada país. A China no le gusta el acceso abierto y sin regular de internet.

En esta carrera espacial en la órbita LEO quizá lo último que se dirime sea el dinero. “El objetivo no debe ser encontrar el Planeta-B, como dijo una vez Elon Musk. Se trata de centrar toda la atención en nuestra vida en la Tierra, y el espacio es un lugar para nuevas ideas”, relata, en The Economist, Sophie Hack­ford, investigadora de la Universidad de Oxford y cofundadora de 1715 Labs, una empresa de inteligencia artificial. Suena bien. Pero la realidad muestra un negocio que no es de este mundo. Sobre todo si está controlado por un multimillonario errático e incomprensible.

La lectura es la opuesta a la de la experta. “El sector de los satélites es un mercado extremadamente estratégico y muchos países se lanzan a una nueva carrera espacial”, observa Rolando Grandi, gestor del fondo Echiquier Space. “Tener presencia ahí fuera a través de estos instrumentos permite a una nación contar con un sistema de comunicación robusto y protegido de ataques en la Tierra”. La enseñanza aprendida: no hay leyes, es la jungla, el salvaje Oeste; son los piratas en un mar embravecido en el siglo XV.

Esos cielos bajos con nubes que pasan pertenecen a Estados Unidos. Por cada satélite chino en órbita en mayo de 2022 había siete americanos. Física clásica. A toda acción le sigue una reacción. Se sabe que China posee satélites con capacidad antisatélite y Rusia probó misiles contra sus propios aparatos. El gigante asiático ha lanzado un pájaro con un brazo robótico capaz de capturar otros satélites y colocar explosivos en los propulsores del adversario. Los explosivos estallan al cabo del tiempo y simulan un fallo del motor. Aunque la detonación sea sorda es una guerra. La Unión Europea destinó 2.400 millones de euros el año pasado a construir una constelación de satélites para destino civil y militar.

Con propósito defensivo, Hispasat lanzará dos geoestacionarios en un par de años. Y la frase se puede leer en ambos sentidos. La geopolítica del mundo ha cambiado el uso de los satélites. “India ahora tiene una estrategia de múltiples alineaciones. Tema por tema. Por ejemplo, no colabora con Rusia en materia espacial”, describe Raquel Jorge, investigadora del Real Instituto Elcano. Quizá por eso, el coloso emergente consiguió alunizar en la cara oculta de la Luna y Rusia estrelló el cohete sobre su superficie.

Igual que los satélites giran, está historia también, y regresa al problema Elon Musk. Casi todas las semanas, un lanzador de SpaceX (el valor de la start-up se estima en unos 140.000 millones de dólares) cargado con satélites Starlink despega de Florida o California. Cada pájaro está concebido para durar tres años y medio. Existen tantos en órbita que a veces se confunden con lágrimas de San Lorenzo. Esto interfiere en la investigación astronómica. En 2020 intentaron recubrirlos de pintura oscura, pero la mejora fue mínima. No hay ninguna normativa o ley que proteja la estética del cielo.

Uso caprichoso

Sin embargo, el problema de Musk es todavía mayor. Starlink suele ser la única forma de conseguir acceso a internet en zonas remotas o durante catástrofes naturales. Lo usa el Ejército ucranio en su guerra contra Rusia. Este multimillonario de 52 años y de lealtades confusas ha desactivado —en medio de la contienda— el acceso a algunas terminales en Ucrania. También rechazó utilizar drones marinos para atacar barcos rusos atracados en el mar Negro. Sus razones van desde evitar escalar el enfrentamiento hasta impedir una tercera guerra mundial.

El año pasado planteó en público un “plan de paz” para la invasión alineado con los intereses rusos. Alarmado, en junio, el Pentágono tuvo que comprarle 500 terminales y servicios para que Ucrania no se quedara a oscuras. “Ciertamente, ha pasado mucho tiempo desde que vimos a una empresa y a un individuo como este ir abiertamente en contra de la política exterior de Estados Unidos en medio de una guerra”, apuntó, en The New York Times, Gregory C. Allen, investigador sénior del programa de tecnologías estratégicas del think tank Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales.

Porque Musk, y su constante retórica del Armagedón, fabrica desconfianza. Taiwán prohíbe sus satélites debido a los víncu­los que tiene con China. El magnate sostuvo en una entrevista periodística que una forma de apaciguar al país era cederle una parte de su soberanía. En esas palabras algo tuvo que ver que la mitad de sus nuevos Tesla se producen en Shanghái. Y Turquía rechazó en febrero la oferta del multimillonario de proporcionar acceso a Starlink después de un gran terremoto.

El presidente Recep Tayyip Erdoğan apagaba cualquier atisbo de crítica en la Red. “La humanidad en su conjunto necesita buscar activamente el crecimiento de servicios competitivos por parte de naciones que defiendan los valores de neutralidad por encima de la censura. Si no lo hacemos, estas plataformas se convertirán en herramientas de influencia extranjera y de recopilación de inteligencia”, advierte Troy McCann, fundador de la incubadora espacial australiana Moonshot. Debemos elegir. O tenemos Starlink o una democracia liberal. Debemos elegir. O tenemos Kuiper o una democracia liberal. “Porque si consiguen monopolizar el uso del espacio estamos absolutamente en sus manos”, avisa el responsable de Hispasat. Hacia allí nos dirigimos.

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