Por: Édgar Gutiérrez | El País
La más abultada -y quizá urgente- de esas deudas es la destitución de la fiscal general Consuelo Porras, el ominoso símbolo del golpismo, la impunidad de los grandes corruptos y la persecución vengativa contra los operadores de justicia, quienes siguen impedidos de retornar del exilio. Por si fuera poco, la fiscal y sus principales piezas, como Rafael Curruchiche y su consejero Ángel Pineda, han adquirido un protagonismo político inusitado. Ella contradice abiertamente al presidente, se reúne con diputados de oposición y alcaldes, mientras sus asistentes polemizan con los diplomáticos y “analizan” los vaivenes preelectorales en Estados Unidos.
Hay deudas que el mandatario deberá saldar pronto, antes de que se conviertan en un itinerario hacia la ingobernabilidad.
Hay una controversia entre los consejeros legales del presidente y los consejeros políticos. Desde una lectura dogmática de la ley, Arévalo tiene las manos atadas para sacar a la fiscal. Desde una estrategia jurídico-política, se trata de garantizar que la Corte de Constitucionalidad respalde al mandatario después de que despida a la fiscal y ella busque la protección de los magistrados. Consulté con los reformadores de la Constitución de 1994, que introdujeron la figura del Ministerio Público como poder independiente. Coinciden en que la facultad presidencial de destituir a la fiscal está intacta y las causales son públicas y notorias, que el cambio en una ley menor que promovió la CICIG (la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala) en 2016 para condicionar su destitución “es una instrucción al juez y jamás al presidente, pues de lo contrario sería inconstitucional”.
El impasse no es sinónimo de quietud. Los poderosos grupos ultraconversadores, que se mueven en las sombras, siguen convencidos -sin evidencia alguna- de que el triunfo de Arévalo y del partido Semilla es producto de un fraude electoral. La permanencia de la fiscal es el certificado que requieren para convocar a nuevas elecciones este año, aunque suene a delirio de trasnochados. Lo cierto es que el Tribunal Electoral fue reconfigurado en las últimas semanas; en el Congreso hay malestar porque Arévalo detuvo el engranaje de la corrupción a la que está habituada la mayoría de diputados, y el sistema judicial es la serpiente venenosa que en cierto momento decisivo clava los colmillos.
La segunda deuda es la participación de los pueblos indígenas en el esquema de Gobierno. Arévalo les ha dedicado tiempo a las autoridades ancestrales. Se reúnen con frecuencia y diseñan planes de desarrollo, pero los tentáculos de la corrupción que han penetrado en los tejidos de la sociedad civil en los territorios le han impedido al presidente nombrar a los dirigentes indígenas y a otros representantes democráticos como gobernadores en los departamentos. Las leyes de descentralización le otorgan al gobernador y a los consejos de desarrollo la capacidad de decidir la mayor parte de la inversión física a nivel local y regional, y por eso se han convertido en jugoso botín de mafias y caciques; varios dueños de constructoras -conocidos narcotraficantes- usan los contratos públicos para lavar sus ganancias. Renovar los liderazgos territoriales será clave para la buena gobernanza.
Otro campo con saldo rojo y que se antoja pantanoso es el de la burocracia acostumbrada a operar con opacidad. El presidente Arévalo no cuenta con los funcionarios suficientes para cubrir todas las áreas de gestión estratégica. Según mis cálculos, requiere un elenco de no menos de 600 cuadros de alto nivel político y técnico para abreviar la curva de aprendizaje, que estén firmemente comprometidos con la agenda anticorrupción. Si hasta acá la tarea es compleja, el expresidente Alejandro Giammattei se encargó de minar el terreno: despidió de manera irregular a miles de empleados que ahora tramitan indemnizaciones millonarias en los tribunales de trabajo, y a la vez amarró contratos de inamovilidad laboral para sus bases partidarias.
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